Hace relativamente poco, escuché -por segunda vez en mi vida- a un extranjero recién llegado a vivir a España asombrarse de la poca religiosidad del españolito de a pie. A esta persona le sorprendía profundamente que todos los domingos sus amigos y vecinos no se colocaran sus mejores galas para desfilar en masa hacia la iglesia más cercana. Al parecer, la imagen que tienen de nosotros allende fronteras y mares es la de todo un pueblo o un barrio metido puntualmente en la parroquia más cercana, como en un capítulo de Los Simpson. Como sabrá el lector nacido entre los límites territoriales de España, esta imagen, mayormente, no se corresponde con la realidad.
Tampoco hace falta estrujarse mucho la sesera para saber de dónde viene este mito del español capillita y adicto al confesionario. Las raíces católicas de España son obvias, y el impacto que han dejado en la cultura popular también. Desde manifestaciones de gran trascendencia turística como la Semana Santa, hasta el pertinente bautizo o comunión, que incluso familias que no han pisado un templo en años organizan, más que por afán religioso, por conveniencia social. Si a eso le añadimos el gran altavoz que siguen teniendo los obispos -sobre todo cuando dicen memeces que escandalizarían a su jefe el Pontifex-, algún giro conservador del gobierno democráticamente elegido, la relativa cercanía de cuarenta años de nacionalcatolicismo y nuestro pasado como martillo de herejes, luz de Trento y otras chorradas semejantes, tenemos el cuadro compuesto. España aparece a ojos del foráneo como la más católica de las naciones, donde hasta el niño se toma el Colacao disuelto en agua bendita.
Y en este mito tiene mucho que ver parte de la leyenda negra. La Inquisición, las expulsiones de musulmanes y hebreos, y la imagen eternamente siniestra del más católico de los reyes, Felipe II, nos han colocado el sambenito de ser un país dirigido desde los púlpitos desde más o menos los tiempos de Pelayo. Es innegable el poder que la Iglesia católica ha tenido -y sigue teniendo- en la política española, pero esa visión de la españa ultracatólica conviene matizarla. A ello me dispongo en el que será el último de esta serie de artículos.