Siempre hay un momento de la infancia en el que surge la fascinación por algo, y en el caso de la Catedral de Jaén yo no sería ni preadolescente, pero tenía unos tíos que habían comprado una casa en la sierra de Jabalcuz. Desde la ventanilla trasera del coche, ascendiendo por aquella cuesta, vi por primera vez las torres de la catedral surgiendo de entre el racimo de viviendas de aspecto destartalado. Asomaban y volvían a esconderse, y creo recordar que en algún punto las casas abrían para permitir mostrar en todo su esplendor la monumental fachada barroca.
Fachada barroca, construcción renacentista y pasado gótico; mezcla total de estilos como la Catedral de Granada, aunque al contrario que ésta -que parece encajada a duras penas entre las sinuosas calles de la maravillosa alcaicería granadina; sólo la apertura de la Plaza de las Pasiegas dota de cierto empaque a un conjunto que jamás llega a alcanzar la monumentalidad- la Catedral de la Asunción surge sin que nadie ose hacerle sombra, destacándose con claridad en el perfil de la ciudad jiennense, perfectamente visible a varios kilómetros de distancia. Encarando al Ayuntamiento, poder civil y religioso enfrentados en una lucha sin fin, sin gloria y quizá sin sentido.
También es por antonomasia una de las catedrales del misterio: dentro hay quien dice haber visto el espectro de un niño, y hace unos años se encontró un misterioso cadáver justo frente a su puerta. Lo único cierto es que en ella se conserva y venera la enésima reliquia de Cristo, en este caso la Santa Faz. Todas las semanas mi abuela, como tantos otros, iba y venía andando del pueblo para rendirle tributo; peregrinos de tradiciones que se resisten a morir, al igual que una vez alguien erigió catedrales como la de Jaén con el fin último de que duraran para siempre.
– Jaén, 28 de septiembre de 2013.