Vida de profesor: las TIC

Cuando estás preparándote para ser profesor -mejor dicho: cuando asumes que vas a ser profesor- te dices que vas a hacer las cosas distintas. Que no va a ser como el típico profe rollo que llegaba, se sentaba y empezaba a leer apuntes. Que vas a huir de todo lo tradicional. Y como perteneciente a la generación que empezó pronto a mamar de lo digital, ya te ves a ti mismo en un aula, proyectando una presentación que haría palidecer la de cualquier Keynote de Apple, haciendo saltar vídeos y canciones, y hasta utilizando juegos (gamificación, creo que lo llaman) para entusiasmar a la chavalada.

Después, entras en tu primer instituto.

La primera vez que lo hice, el 2011, me encontré con que ninguna de mis aulas tenía pizarra digital. Conseguí que me asignaran una de las pocas aulas TIC disponibles para dar una optativa mortal de 2º, una vez al mes intentaba que algún compañero me cambiara esa hora para poder enseñar vídeos y fotos a un bachillerato, y mis 3º de ESO tuvieron que conformarse con la pizarra de tiza de toda la vida.

La segunda vez, a finales de ese mismo curso, resultó que todas las aulas tenían proyector, pero para ponerlo en marcha hacía falta iniciar un largo trámite que incluía llamar a la conserje para que te diera una llave con la que entrar a una pequeña habitación en la que subir los plomos, y terminaba pidiéndole a los alumnos que se giraran en redondo, porque el bicho estaba instalado al fondo de la clase. Todo el proceso solía consumir unos 10 minutos y alteraba a los alumnos (podéis imaginar el follón de sillas y mesas), por lo que huí de lo digital al segundo intento.

La tercera vez, ya en 2014, cada una de mis clases estaba provista de una flamante pizarra táctil digital con su ordenador corriendo Guadalinex. En una de las clases, el ordenador estuvo todo el curso estropeándose cíclicamente, de forma que al final opté por llevar mi propio portátil (que pesa un poquito) con un alargador de jack de audio para las asignaturas en las que lo sentía imprescindible. En los demás grupos también hubo problemas, aunque de menos envergadura. Los arreglos se demoraban un par de meses. Mínimo.

El año pasado, ostenté el dudoso honor de comprobar, el primerísimo día de clase a la primerísima hora, que el proyector de uno de mis 1º de ESO no funcionaba. Se dio aviso a una empresa de Sevilla -ah, las maravillas de la externalización- para que pasaran a recogerlo o nos dijeran un lugar donde mandarlo. Vinieron a recogerlo… en mayo. Obviamente no hubo TIC en esa clase durante todo el curso. En otro 1º, el ordenador no arrancaba de vez en cuando. En mi único 3º, el proyector estaba situado en un lateral del aula, por lo que los chicos tenían que cambiar de sitio para verlo y no era cómodo para dar clase con él. Además, para que el audio funcionara, había que enchufar un cable que al final tuvimos que guardar bajo llave, porque alumnos de otros cursos -o incluso profesores- entraban a llevárselo para sus aulas -que no disponían del dicho cable y por tanto de sonido-.

Este curso, de la algo más de media docena de clases que llevaré impartidas, más de la mitad han sido sin TIC por diversos fallos -ordenador que no arranca, pizarra digital rota-. En ningún caso he conseguido que funcionara el sonido. Hoy mismo el coordinador TIC estaba trabajando a machamartillo para resolver problemas informáticos, muchos de ellos derivados de la manera de hacer chapuzera de la Junta de Andalucía -ver este magnífico hilo de @laguiri para conocer a mi nuevo archienemigo: las pizarras SMART-.

Agrego además otros datos que igual son de vuestro interés:

Nunca he conseguido poner un DVD legal en alguno de los pocos equipos que aún cuentan con lector. El año pasado probé Netflix, pero Guadalinex no lo soportaba. Ergo, siempre que tengo que poner una película o vídeo tiene que ser pirata. Se ha dado la paradoja de verme buscando y bajando alguna película recóndita que tengo comprada en DVD o alguna serie que pago por ver en Netflix.

– Hablando de Guadalinex. Soy una gran fan del software abierto en general y Linux en particular (durante años fui usuaria, primero de Ubuntu, después de Linux Mint). Sin embargo a veces me pregunto si de verdad éste es el sistema operativo idóneo desde el momento en el que necesita mil complementos para correr algunas webs que resultarían muy útiles. Complementos que, claro está, sólo puede instalar el root. El mismo root que suele estar ocupado correteando por los pasillos, agobiado entre mil incidencias.

– Tampoco he conseguido jamás ejecutar correctamente el material digital que las editoriales entregan junto con los libros, y que incluyen, en teoría, presentaciones, animaciones y hasta mini juegos que entusiasmarán a nuestro alumnado. En muchos casos están pensados para Windows. Si tienen versión Linux, Guadalinex nunca ejecuta el autorun. Eso por no hablar del formato físico: DVDs que no se leen en las nuevas pizarras SMART o que, directamente, no se leen en ningún sitio.

– ¿Gamificación? El año pasado durante algún puente descubrí Classcraft y me encantó. Configuré una clase, sus premios, lo adapté a la metodología que ya seguían. Llegué entusiasmada el primer día a clase para descubrir… ¿Adivináis qué? Sí: que no funcionaba en mi ordenador con Guadalinex porque el navegador estaba obsoleto y faltaba algún plugin o complemento. Todo el trabajo al garete.

Y, a pesar de eso… Utilizo las TIC diariamente. Preparo a diario presentaciones digitales -en mi tiempo libre, por supuesto-. Busco clips de audio y de vídeo aun a riesgo de que hoy no funcione el sonido. Voy todo el día con el pendrive enganchado del cuello. Cuelgo materiales en mi blog de profe. Tengo plan A, plan B y hasta plan Z (las presentaciones de Keynote, por ejemplo, las exporto hasta en tres formatos por lo que pueda pasar).

Y rezo. Cuando entro todos los días a una clase, rezo para que el ordenador/proyector/pizarra digital/altavoces de turno quiera funcionar, para que el cacharro reconozca mi pendrive a la primera, para que el wifi funcione si lo necesito… En definitiva, para que todas las horas que invierto cada tarde en preparar material que me convierta en una innovadora profesora TIC no resulten ser, al final del día, tiempo perdido.

Tiene gracia porque es verdad

No iba a escribir nada sobre el famoso libro de la editorial Alfaguara por tratarse de un tema del que otros profesores, con muchísima más sabiduría y experiencia que yo, se habían pronunciado de forma acertada. Twitter permite esas licencias: un simple RT o una cita, firmas bajo las palabras de otro y te ahorras tener que argumentar lo que ya ha sido argumentado. Que los dos meses de vacaciones pasan rápido y no hay que desaprovechar el tiempo en tonterías.

No iba a hacerlo, repito. Pero he aquí que ayer me llega por retuits un artículo de Elvira Lindo defendiendo el dichoso libro que me remueve en lo más hondo por varias razones. Primero porque admiro a la señora Lindo: pertenezco a la generación que creció con Manolito, y cuando fui demasiado mayor para emocionarme con las aventuras del niño de Carabanchel (alto), pasé a leer otras obras de la misma autora, que me encantaron. Segundo, porque los argumentos que proporciona me dejaron perpleja como educadora y como persona con dos dedos de frente. A grandes rasgos, Elvira Lindo proclama que hay que dejar que los niños se acerquen a cualquier libro, y que ellos solos ya discernirán el bien, el mal, la ironía o la sátira. Como profesora con un carácter marcadamente irónico que se ha pasado el último año dando clase a unos 90 chavales de 12 y 13 años, puedo asegurar que eso no es cierto.

Elvira Lindo tiene palabras muy duras hacia las 30.000 personas que firmamos en Change.org por la retirada del libro. Incluso se atreve, de una forma un poco absurda, a compararlo con la censura que ella sufrió en la versión estadounidense de uno de sus Manolitos, donde el puritanismo americano decidió que una foto de Las tres gracias de Rubens no podía aparecer en un libro para niños -es exactamente lo mismo, sí. Igualico-. Pero la defensa de Lindo me chirría profundamente porque tengo la sensación de que obvia la raíz del problema, la razón por la que esas 30.000 personas, muchos de ellos profesores, pedimos a Alfaguara que se retirara el ya famoso 75 consejos para sobrevivir en el colegio.

Mi problema con ese libro no está tanto en los párrafos referidos a tener novio como ese otro consejo, presentado en forma de post-it, a modo de recordatorio importante para la supervivencia en el colegio o instituto: siempre se tienen que meter con alguien así que asegúrate de que ese alguien no seas tú. Cierra los ojos si ese alguien es tu mejor amigo; es más, permítelo. Lo importante es que no seas tú.

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Fuente: @YaraCobaain

Como dirían los Simpson: tiene gracia porque es verdad.

Nuestro problema con el texto de Alfaguara es que se limita a recoger por escrito lo que viene siendo una tradición antigua y asentada en todos los centros educativos del país. Y cualquier profesor que haya dado clase durante más de unos días en la ESO (o en los cursos finales de Primaria) sabe que en el acoso escolar no sólo actúan, como actores principales, el acosador y el acosado. No, en cualquier caso de bullying intervienen otras personas que pueden inclinar la balanza hacia uno o otro lado: la actitud de los profesores o de los padres, por ejemplo. Pero lo que más marca la diferencia, en mi opinión, es el silencio cómplice de la mayoría que calla -o participa en los abusos de forma más o menos activa- movidos por una simple motivación: no ser los siguientes.

Imagino que Frisa se creía muy imaginativa y graciosa cuando daba esos consejos a chavales de 6º de Primaria. Lo que no sé si sabía es que no hacía falta que lo hiciera, proque esos chavales saben más que ella sobre la ley del silencio. Ignoro hasta qué punto hay sitio para la sátira y la ironía en un país donde el acoso escolar apenas empieza a ser visibilizado. Donde los protocolos de actuación de los centros son insuficientes, donde los profesores no recibimos formación para enfrentarnos a estos casos -no, al menos, por parte de la Administración- y donde los chicos y chicas para los que ir al colegio es un infierno no encuentran otra cosa en sus compañeros que ese silencio. Ese jodido silencio del que prefiere ser cómplice a víctima.

No deja de resultarme curioso que el mismo sector ideológico que defiende a capa y espada el libro de Frisa -y aquí aclaro que ya no hablo de Elvira Lindo, cuyas opiniones políticas desconozco- sean los mismos que ponen el grito en el cielo ante tuits de humor negro. Que los que presuponen sentido crítico y capacidad para hilar fino a chicos de 6º de Primaria no otorgan esa misma merced a los seguidores de Guillermo Zapata o al líder de Def con dos, por poner dos ejemplos muy en boga en estos últimos días. No deja de indignarme, sí, indignarme, que la misma sociedad que se echa encima con cada caso de acoso escolar, exigiendo soluciones inmediatas sin comprender la inmensa complejidad del problema -conozco historias que volarían la cabeza de cualquier guionista de Perdidos– permita que sus hijos lean mamarrachadas cuando la vida es tan corta y hay demasiados y buenos libros que leer.

Al contrario que Elvira Lindo, yo no creo que haya que dejar que los niños se acerquen a cualquier libro. Porque no se nos debe olvidar que una sarta de gilipolleces no deja de serlo por el simple hecho de estar encuadernada y tener tapa dura o blanda. No hay que presuponer que los potenciales lectores de Frisa van a entender la finísima ironía que rebosa su autora. No hay que comparar obras como Manolito Gafotas, enmarcado en el contexto de la España de hace dos décadas, con un manual actual de consejos estúpidos francamente prescindible.

No, una sociedad avanzada no debe censurar libros. Pero sí debe establecer una gradación por edades. 75 consejos para sobrevivir en el colegio, sencillamente, es inadecuado para la edad a la que va dirigido. Una edad en la que no todos los niños saben discernir la fantasía de la realidad o comprender la sátira y el sarcasmo.

Este curso vi a un buen chico de 1º de ESO salir de clase con un ataque de ansiedad morrocotudo ante el silencio de sus compañeros. Vi a este chico responsable, estudioso y educado decir que estaba hasta los cojones del puto instituto. Lo triste es que ni fue la primera vez, ni será la última.

Así que mi problema con el libro de María Frisa es que no dice más que la pura verdad. Y por eso no me hace ninguna gracia.

Vida de profesor: lo bueno y lo genial

Continúo con la valoración general de mi trabajo que empecé hace dos entradas. Esta vez toca el turno al lado bueno de la balanza:

– El trabajo de profesor es ameno. Salvo excepciones, la mayoría de las mañanas se te pasan volando. La intensidad de la que hablaba en la anterior entrada también significa que no haya apenas espacio para el aburrimiento, y que de hecho muchas veces te sorprenda el timbre y ni los alumnos ni tú os hayáis dado cuenta de que acababa la clase (me ha pasado este curso, y varias veces).

– El trabajo de profesor puede ser divertido, imaginativo, dinámico. Tienes total libertad para impartir las clases como a ti te dé la gana, por lo que puedes echar a volar tu imaginación. Hay mil y una formas de dar clase; puedes introducir el aprendizaje cooperativo, el aprendizaje por proyectos, los recursos multimedia, juegos de rol, teatro. Porque…

– …La imaginación de los críos no tiene límite. Y si eres capaz de encontrar las herramientas para espolearla, te lo vas a pasar como un enano (y ellos más). Yo este curso he sustituido los habituales ejercicios de boli y libreta por actividades de role-playing o pequeños teatros cuyos guiones escribían los propios alumnos. Y nos hemos reído muchísimo al tiempo que aprendían.

– A pesar de lo que diga la corriente catastrofista que impera en cuanto sale alguna noticia relacionada con la educación, el 99% de los chavales que abarrotan un instituto son buena gente. Pueden ser mejores o peores estudiantes, pueden estar más o menos interesados, pueden dar más o menos la lata en clase, pero es raro encontrar a un chico con mala baba y la etiqueta “futuro delincuente juvenil” colgada de la chepa. No, no tienen la misma actitud que teníamos nosotros respecto a nuestros profesores, pero eso no quiere decir que no sea posible, y fácil, llevarse bien con ellos. Tan sólo se necesita un poco de buena voluntad, empatía y respeto. Los casos de agresiones son lo suficientemente aislados para convertirse en portadas de periódicos.

Trabajar de profe te hace mejor persona. Sí, porque te permite cultivar una serie de cualidades como la asertividad, la paciencia, la creatividad. Exponerte todos los días a cuatro o cinco clases de treinta adolescentes hace que, poco a poco, vayas perdiendo el miedo al ridículo o al qué dirán los demás. También aprendes a mantener la calma, a controlar los nervios en la mayoría de situaciones. Todas las herramientas que has incorporado en el aula después se trasladan a la vida diaria, donde resultan ser muy útiles.

– Tus años de profe interino te permiten conocer ciudades donde nunca has estado y pueblos donde jamás hubieras estado. Durante un curso entero puedes explorar los contornos del destino donde hayas caído ese año. Tu familia y amigos, por supuesto, encantados de la vida.

– También te permite conocer gente. Compañeros de distintos institutos que por una razón u otra acaban formando parte de tu vida. Profesores con los que compartes horas de recreo, guardias, claustros, evaluaciones, y de los que acabas aprendiendo muchísimo.

– El horario, si exceptuamos el trabajo que hacemos en casa, no es malo, ni depende de los caprichos del jefe de turno. Los dos meses de vacaciones permiten desconectar y recargar las pilas para el nuevo curso.

– Cuando das clase a una media de 100-120 alumnos por año es inevitable que conectes de forma especial con algunos de ellos, que tengas repercusión en tu forma de ser o de pensar y que años después todavía te recuerden como alguien que les influyó a la hora de tomar determinado camino en su vida. Y eso mola. Mucho.

– Cosas como estas:

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Viñeta de un cómic que me ha hecho una de mis alumnas de 1º de ESO

Y, finalmente, la razón principal: porque trabajas formando al futuro de este país. Algún día yo estaré criando malvas mientras alguno de los chicos y chicas a los que he dado clase dirigirán sus propias empresas, atenderán a enfermos en su consultorio, formarán parte de investigaciones, o sencillamente serán felices y extenderán esa felicidad a los que les rodean. Educar a las personas que continuarán nuestra labor cuando nosotros ya no estemos es una responsabilidad muy grande, e inculcarles los valores que forman parte de las Ciencias Sociales -tolerancia, multiculturalidad, autocrítica, conocimiento, respeto- mi forma de contribuir a construir un mundo mejor.

Vida de profesor: el calor

Igual que grandes ejércitos o militares de la Historia tropezaron de forma fatal con el General Invierno, los profesores nos hemos encontrado estos días a un enemigo que, no por esperado, deja de ser molesto: el calor.

Sí, ya lo sé: es junio, estamos en el sur de España y hace calor. Eso mismo les he dicho a mis desesperados alumnos de 1º de ESO cuando he entrado, sobre la una de la tarde, a su pequeña aula abarrotada, malamente aislada y por supuesto nada acondicionada. Porque, pese a que las circunstancias climáticas sean adversas, resulta que yo tengo que darles clase. No, no puedo sacármelos al patio -no sólo hace más calor aún, sino que es un espacio reservado, lógicamente, para los profesores de Educación Física- ni tengo permitido sacarlos del instituto para meterlos en algún lugar climatizado, ni me queda otra opción que la de intentar entretenerlos como buenamente pueda mientras observo cómo el sudor les cae a chorros.

¿Pueden imaginarse el impacto que supone entrar en un aula cerrada donde veintipico adolescentes llevan horas sudando la gota gorda? ¿Pueden imaginarse en qué estado de concentración se hallan esos veintipico adolescentes, refrescándose como pueden con artesanales abanicos fabricados a partir de hojas de libreta? ¿Me pueden explicar cómo demonios se da una clase en la que a cada minuto hay una interrupción porque alguien quiere abrir una ventana, alguien quiere cerrarla, alguien necesita urgentemente ir a beber agua o alguien, sencillamente, se está mareando? ¿Con qué cara me planto ante ellos en ese contexto y empiezo a hablarles de la formación del Imperio romano?

Hace unos años caí, milagrosamente, en un centro que disponía de aire acondicionado. El comentario de muchos de mis conocidos no docentes fue bastante revelador: qué morro o qué suerte, como si estas mismas personas no desarrollaran su jornada laboral en oficinas perfectamente climatizadas, de forma que su mayor drama veraniego es tener que acudir al trabajo con una chaqueta fina. Cualquier instalación -incluso cualquier instalación de la administración pública- tiene hoy en día aire acondicionado. Incluso el transporte público lo tiene. ¿Por qué los institutos no? ¿Por qué se ve como algo lógico y normal que profesores y alumnos tengamos que pasar el último mes de clase en unas situaciones de calor y humedad que nos hacen ser completamente improductivos?

Resulta curioso que se plantee el enorme gasto económico y energético que tendría la instalación de aparatos de aire en los institutos -donde, para empezar, no tendrían que funcionar durante todo el día, exactamente igual que la calefacción, que se suele encender sólo durante un par de horas- pero no en otros establecimientos donde nos parece natural helarnos en pleno julio. O que las condiciones que no aguantaría un trabajador adulto motivado por un sueldo las tengan que soportar unos estudiantes de 12 años absolutamente agotados a estas alturas de curso escolar.

Y mientras tanto, en el instituto, yo he decidido que los tres días en los que doy clase a última hora con cada uno de mis tres primeros de ESO se pone una película relacionada con el tema en curso -ahora mismo estamos con Troya-, porque pedir concentración a mis alumnos es imposible. Eso nos permite además apagar la luz y abrir un poco las puertas para que entre algo de aire del pasillo. Un pequeño alivio en la insoportable atmósfera de clase.

Ven la película en silencio, abanicándose, algunos atendiendo, otros vencidos y amuermados. Piden frecuentemente ir a beber agua, y no los culpo, porque yo misma he rellenado mi botella tres veces hoy. Tengo que darle un caramelo a un alumno que se siente un poco mareado. Al final de la clase tienen la espalda húmeda y a mí misma se me pega la ropa al cuerpo cuando me levanto de la silla. Huimos al pasillo, donde el aire se puede respirar. Y les veo alejarse, con el libro de Ciencias Sociales que no he podido abrir en todo el día, pensando que nos quedan tres semanas así.

Vida de profesor: lo malo, lo regular y lo peor

Como ya dije en la anterior entrada, es común que gente que ha terminado o está terminando la carrera -o incluso los propios alumnos- me pregunten si ser profesor es una buena salida o si merece la pena buscar trabajo de cualquier otra cosa antes que coger una tiza y aventurarse a entrar al aula.

Es una pregunta de difícil respuesta, que por supuesto depende de la situación personal de cada uno. Merece la pena valorar, sin embargo, los que a mi juicio son los pros y los contras de ser profesor. Y como al empezar a redactarla me ha quedado una lista bastante larga, vamos a empezar con estos últimos: los aspectos más negativos de la profesión docente.

– El camino para llegar a ser profesor es una auténtica carrera de fondo. Tened en cuenta que casi todo profesor con plaza ha pasado por estas fases: preparación inicial de oposiciones (mínimo un año), entrada en la bolsa de sustituciones y espera de la primera llamada (si hay mucha mucha suerte puede producirse en unos meses, pero lo normal es que se tenga que esperar otro año o más), primer año (con suerte) de sustituciones, segundo año (siendo muy optimista) cogiendo vacantes de curso completo y acercándote a casa. Tirando por lo bajo, un recién licenciado o graduado que quiera trabajar de profesor se pasará un par de años estudiando y esperando su primera llamada. No incluyo a los pocos que consiguen aprobar las oposiciones a la primera, sin tiempo de servicio, por ser tan escasos como heroicos.

– Pero la lucha por la estabilidad no acaba cuando uno se convierte en funcionario con plaza; en realidad, tu odisea particular dando vueltas por tu región acaba de empezar. El profesor recién aprobado obtiene primero un destino provisional que suele ser más o menos cerca de casa, pero que no puede mantener por muchos años por no ser una plaza fija. En un período determinado de tiempo (que puede ser de muchos, muchos años) obtiene su plaza definitiva, normalmente allá en la quinta puñeta. Y desde ese momento empieza la lucha por acercarse de nuevo a Ítaca, esta vez mediante irrisorios Concursos Generales de Traslados donde a veces la posibilidad de trasladarse es mínima o directamente nula. Por si fuera poco, siempre existe la posibilidad de tener que salir del centro desplazado porque supriman tu plaza, aunque teóricamente no deberían enviarte demasiado lejos. La estabilidad en nuestro gremio es una quimera que no se consigue pasados muchos, demasiados años.

– Establecerse en un lugar concreto o formar una familia son, por tanto, decisiones que un profesor no puede tomar con la misma tranquilidad que otros trabajadores con un sueldo más o menos asegurado, a no ser que esté dispuesto a llevar tras de sí a los hijos (y la pareja, y exista esa posibilidad) o resignarse a verlos sólo los fines de semana. En caso contrario, se da la que suele ser la situación habitual en todos los institutos donde he trabajado: compañeros y compañeras siendo padres rozando los 40 o más allá. Antes es imposible.

– No recibimos ninguna compensación por tener que desplazarnos a 400 km de nuestro lugar de residencia. No nos pagan tampoco la comida si tenemos que quedarnos a comer cerca del instituto por un claustro, o por una sesión de evaluación, o para una reunión con padres. Al contrario que otros trabajadores, se da por hecho que el profesor debe costearlo absolutamente todo de su bolsillo. 

– Se hace muy duro ir rebotando de pueblo en pueblo, de instituto en instituto, de piso de alquiler en piso de alquiler. Es una pequeña tortura que se repite todos los años, y para la que a veces apenas tienes unos pocos días (o menos) simplemente para buscar un sitio donde dormir. Es agotador montar y desmontar casa todos los cursos, repetir el viaje para llevar y traer ropa de verano y de invierno, dar de alta y baja contratos de luz, agua, Internet. Esto alcanza su paroxismo durante el año (o los años) que te toque hacer sustituciones. He conocido a compañeros que se han recorrido hasta cuatro institutos por curso, en algunos teniendo que residir en hostales ya que nadie les quería alquilar sin saber cuánto tiempo duraría su baja. Yo, afortunadamente, siempre he hecho sustituciones largas.

– Se hace aún más duro estar lejos de los tuyos, de tus amigos, de tu familia, de tu ciudad, de tu casa. Verles sólo los fines de semana o cada varias semanas si vives muy lejos. Estar completamente solo en un pueblo desconocido. Y saber que ésta será la situación que te espere durante varios años.

– Entrando en materia de la profesión en sí, el primer choque con la realidad de la educación suele ser brutal. Para mí lo fue, y volví a un instituto como profesora apenas diez años después de haberlo abandonado como alumna. Olvídate de lo que recuerdes de tu época de estudiante: ya no sirve. Los castigos que valían entonces ya no sirven de nada ahora, la forma en la que te daban clase empieza a ser anacrónica y poco efectiva, los alumnos jamás te van a tratar como tú tratabas a tus profesores. No es ni mejor ni peor; simplemente distinto. Muy distinto.

– Los IES están, en general, bien dotados respecto a las TIC, pero su mantenimiento es deficiente. Que no se te rompa un proyector, una pizarra digital o un ordenador del aula, porque muy probablemente no volverás a verlo hasta el curso siguiente. Después está la calidad o configuración de los ordenadores en sí: equipos sin lector de CD cuando la mayoría de libros digitales siguen viniendo en ese formato, configuraciones de Guadalinex que incluyen navegadores prehistóricos que no son capaces de correr las webs que necesitamos consultar (he intentado introducir Classcraft en mi clase, por ejemplo, pero no funciona) y un largo etcétera que te dificulta eso tan necesario de innovar.

– Los padres tienen escaso o ningún control sobre sus churumbeles. Es muy frustrante ver a una madre acongojada frente a su propio hijo, o que otra venga a pedirte a ti consejo sobre lo que hacer con su vástago de apenas 12 años, que se le está poniendo rebelde. Es tremendo.

La educación que se recibe en casa ya no es la misma que recibí yo. A día de hoy sigo teniendo que explicar a mis alumnos por qué no se ponen los pies encima de la silla, por qué no se puede sentar uno encima de la mesa o por qué no hay que comer en clase. Por pasillos y escaleras van en avalancha, sin pararse en las puertas si son estrechas, sin mirar si no hay nadie pasando, sin ceder el paso a nadie, sea otro alumno más pequeño o el mismísimo director del instituto. O te apartas o te llevan por delante: en mi centro a una profesora mayor la tiraron por las escaleras.

La tolerancia a la frustración de mis alumnos es mínima por no decir inexistente. No conciben aguantar para ir al servicio en el recreo (hablamos de forma habitual, no en caso de emergencia o menstruación inesperada). En mi centro hay dos pausas de recreo, una de veinte minutos y otra de diez, y aún así es común que pille a alumnos comiendo en clase porque tienen hambre y no pueden aguantar. Ya ni hablamos de estudiar, de hacer deberes o de mantenerse callados al menos durante los exámenes; da para post aparte.

– La alta ratio que se está viviendo últimamente en algunos IES, al menos andaluces, sobre todo a partir de 3º ESO en adelante. Es absolutamente imposible ofrecer una atención personalizada cuando tienes a treinta alumnos por aula. Sí, ya sé que en nuestros tiempos los grupos eran así o aún más numerosos (cuarenta y cinco compañeros fuimos en un curso) pero entonces veníamos educados de casa.

La alta atención a la diversidad (bien) que se nos exige y los escasos medios y apoyo (mal) que contamos para hacerlo. Tengo en cursos altos a alumnos que apenas saben escribir o entender lo que leen. Tengo alumnos que rozan la deficiencia mental. Tengo alumnos con problemas graves de conducta. Tengo alumnos con situaciones terribles en casa. Tengo alumnos que vienen sin dormir o sin desayunar. Tengo treinta situaciones y niveles distintos por clase y a todos se supone que he de atenderlos adecuadamente en todo momento. Desgraciadamente, no me puedo multiplicar ni clonar.

– El agotamiento físico y mental. El trabajo de profesor tiene un buen horario, pero es intenso. ¿Son sólo seis horas? Correcto, pero son seis horas dándolo todo, concentrados desde el minuto uno al sesenta. Salvo las guardias en las que no pringo o los escasos huecos, no tengo apenas momento de respiro en toda la mañana. Ni Twitter, ni periódicos, ni pausa del café propiamente dicha (ir a la cafetería del instituto en el recreo incluye abrirse paso entre la marea de alumnos que están haciendo lo propio, lo que desde luego no es muy relajante que digamos). No puedo bajar la guardia un solo momento de los que dura una clase; literalmente a veces no puedo ni siquiera pasar lista tranquilamente hasta los minutos finales, cuando los suelo poner a hacer ejercicios. Sí, son pocas horas, pero son horas de una intensidad altísima, que te dejan completamente agotado al final de la jornada y, desde luego, dificultan cualquier trabajo intelectual posterior (como pueda ser estudiar).

El estrés. No siempre te llevas trabajo a casa, pero siempre te llevas problemas. A lo largo del día tienes muchos momentos en el instituto, unos buenos y otros malos, y es probable que en algún momento de la tarde pienses en cómo podrías haberlo hecho mejor. A los alumnos les sorprendería saber hasta qué punto una mala contestación, un parte de disciplina, una discusión o una mala clase pueden fastidiarnos toda la tarde o incluso el fin de semana. A final de trimestre, y, sobre todo a final de curso, los niveles de cansancio y estrés (tanto de ellos como de nosotros) dificultan aún más las clases.

Las lamentables condiciones ambientales en las que se trabaja, al menos en Andalucía. He trabajado en institutos donde en invierno profesores y alumnos dábamos clase con el abrigo puesto. Y es absolutamente intolerable que clases de veinte o treinta chavales tengan que pasar seis horas al día en condiciones de humedad y calor que ningún oficinista toleraría. Me resulta inconcebible que en todos los edificios públicos exista hoy en día aire acondicionado excepto en los institutos. Y que nadie se lo plantee.

¿Sigues queriendo ser profesor? Bien: todo el puñetero mundo sabrá hacer tu trabajo mejor que tú. Desde tu cuñao el que no terminó ni la ESO a tu primo el ingeniero o el abogado, pasando por tu colega el que vende pollos o tu mejor amiga la dependienta del Zara. Todos, sin excepción, todos tienen la receta mágica para mantener el orden en clase, para hacer que los chavales se interesen por tu asignatura, para tratar a los padres. Si eres profesor de idiomas, además tendrás que soportar las continuas comparaciones con academias privadas donde ni de coña permitirían el número de alumnos por clase a los que tú enseñas todos los días  (llevando tu radio CD cascado en la mano, por supuesto, porque los libros digitales con las audiciones no funcionan bien o no se pueden poner en el modernísimo ordenador de aula sin lector).

Y después de todo esto: de estar a dos o tres horas en coche de tu familiar sanguíneo más cercano, del coste de mantener una casa en tu pueblo de acogida y otra en el lugar del que eres y al que un día esperas regresar, de ver a tus hijos por Skype entre semana, de haberte partido los cuernos estudiando sin obtener plaza, de tener que pararle los pies a energúmenos a quienes ni sus propios padres soportan, de asarte de calor en aulas masificadas, de ir a trabajar afónico, de que Paco el de la charcutería te dé una clase magistral sobre cómo enseñar Inglés (“¡ej que no los ponéis a hablar!”, ¡póngalos a hablar usted, buen hombre, a ver si puede escucharles y corregirles a todos a la vez!), de salir cada día del instituto con la garganta destrozada, de pelearte por enésima vez para que tus alumnos se coman el bocadillo en el recreo… Vendrán y te dirán: “¡hay que ver qué bien vivís los profesores!”.

Y llegará un tiempo en el que ni siquiera contestarás o lo harás con una ironía, sencillamente por no mandarlos al mismísimo carajo.

Vida de profesor: introducción

Alguien me preguntó hace tiempo si había abandonado definitivamente el blog. La respuesta es no, pero es año de oposiciones, y eso quiere decir que ocupo la mayor parte de mis tardes con la preparación de clases y el estudio; no es que no tenga tiempo libre, pero he de priorizar entre las distintas opciones de ocio.

Llevo meses con una idea en mente: una serie de pequeños artículos sobre el día de un profesor. Intentando ser lo más realista posible, huyendo de dramas y de exageraciones, y agrupado por temáticas. El de hoy tiene la intención de servir de introducción y dejar claro algunos aspectos esenciales de mi trabajo.

– Empecemos por lo más importante: me gusta ser profesora. No me veo haciendo otra cosa. Nunca he hecho otra cosa. No conozco otro trabajo que éste. Desde mi punto de vista, mi labor es transmitir el conocimiento y ayudar a formar a un puñado de jovenzuelos que, por suerte o desgracia, representan el futuro de este país. No existe para mí mayor responsabilidad, mayor orgullo y -a veces- mayor suerte.

– Mi horario se divide en dos: regular y no regular. El regular consta de veinte horas lectivas y cinco horas no lectivas, de las cuáles tres son guardias, una corresponde a la programación de actividades educativas y otra a la reunión de departamento. El horario no regular corresponde a aquellas actividades que no tienen ubicación fija en el horario semanal, pero que han de ser computadas. Un ejemplo son las sesiones de evaluación, que computan como una hora semanal aunque en realidad las hagamos todas juntas una vez al trimestre. En total tengo treinta horas de permanencia obligatoria en el centro.

¿Se trabaja mucho o poco? Depende. Yo he decidido que voy a ser realista desde el principio, así que ahí va: sólo muy puntualmente tengo que corregir algo por las tardes, porque he aprendido a aprovechar al máximo el tiempo libre (huecos) entre clase y clase, las guardias y hasta los recreos. También domino lo suficiente mi temario para no tener que prepararme demasiado la materia que voy a impartir. ¿Qué me ocupa más tiempo por las tardes? Pues principalmente la búsqueda de recursos audiovisuales, la realización de presentaciones para la pizarra digital o proyector, y todos esos pequeños detalles que no son realmente necesarios pero sí hacen más amena la clase. En otras palabras: son cosas que podría no hacer, dejándome las tardes completamente libres (si exceptuamos el estudio), pero que elijo realizar en una continua búsqueda de mejora. Soy, claro está, consciente de que hay compañeros que no tienen más remedio que marcharse cada tarde a casa con toneladas de libretas, exámenes y ejercicios varios, pero no es mi caso.

– El trabajo de profesor es más exigente físicamente de lo que podríais pensar. Obviamente no somos obreros o mineros, pero tampoco oficinistas al uso. Algunas clases exigen pasar bastante tiempo de pie, esquivando mochilas entre las mesas. Algunos institutos son auténticos laberintos, y entre clase y clase cargamos con varios kilos de libros y material arriba y abajo. En el instituto donde trabajo este año se da la peculiaridad de estar dividido en varios edificios, uno de los cuáles se encuentra en la acera de enfrente y tras una cuesta arriba muy larga y pronunciada. Yo por suerte no doy clases allí, pero imaginad a los compañeros que deben estar cambiando continuamente entre uno y otro, y esto sin ningún margen entre clase y clase.

– Evidentemente, la parte más castigada de nuestro cuerpo es la garganta y las cuerdas vocales, y no es raro ver a compañeros completamente afónicos en algún momento del curso. Yo me he hecho adicta a la Lizipaína, los caramelos Hall’s y hasta los Pictolín. Y la leche calentita con miel, en según qué épocas del año, que no falte tampoco.

A menudo gente que está planteándose escoger esta vía tras sus estudios me pregunta si el trabajo merece la pena o no. En resumidas cuentas, sí y mucho, pero hablaremos largo y tendido de esto en la próxima entrada.

Taifa

La primera vez que vi a Taifa ya sabía que se iba a llamar Taifa como sabía que tendría que ser un cocker spaniel, hembra, y de color negro. Soy una persona de ideas fijas, y a mis catorce años ninguno de los adultos que me acompañaban pudieron hacer mucho para inducirme a cambiar de opinión y llevarme en su lugar al otro cachorrillo, varón y canela, que se había puesto a juguetear a nuestro lado en cuanto pusimos un pie en aquel piso del centro de Jaén.

Mi por entonces futura perra aguardaba en el umbral del salón, panzuda y orejona, los ojos fijos en nosotros en una expresión a la que acabaría acostumbrándome. Taifa no daba -nunca dio- puntada sin hilo; aguardó hasta que se aseguró que no representábamos ningún peligro y entonces se acercó meneando su remedo de rabo. De nada sirvieron los halagos de mi madre y mis tíos hacia el cachorrillo canela, porque yo ya me había enamorado de aquel bicho observador e inteligente. Sin fijarme ya en su hermano, cogí a Taifa en brazos.

Y hasta hoy.

No hay palabras para expresar lo que se siente hacia un animal que te ha acompañado durante casi dieciséis años de tu vida. Abracé por primera vez al cachorro gordito y observador en el caluroso verano previo a empezar 4º de la ESO y hoy la que da clases en Secundaria soy yo. Taifa ha estado a mi lado en los años finales del instituto, en la Universidad, en las oposiciones, en mi primer trabajo y en todos los que han seguido. Taifa me ha acompañado en coche, en barco e incluso en la cabina de un avión. Ha recibido en casa a la mayoría de mis amigos y se ha dejado acariciar en la calle por muchos de mis compañeros de trabajo y alumnos. Me ha acompañado en varios pisos de alquiler que sólo me resultaban un poco más familiares cuando plantaba su cesta en el salón y su cacharro de agua en la cocina. Y lo ha hecho todo sin dar la sensación, en ningún momento, de preferir estar en otro lugar que el que ha ocupado siempre: a mi lado.

Taifa en la Décima vs Taifa en la Novena.
Taifa en la Décima vs Taifa en la Novena.

Es difícil escribir esto mientras Taifa apura los últimos momentos de una vida que ha sido extraordinariamente larga, plena y feliz, y su familia humana afronta el duro trago de una decisión dolorosa pero necesaria para salvaguardar la dignidad de la que siempre, no importa el tiempo que pase, será nuestra perra. Nuestra heroica, incombustible perra, a la que no pudieron tumbar ni una operación mal rematada, ni unos tumores, ni una artrosis, ni mil infecciones de oído y boca que la dejaron sorda como una tapia y sin apenas dientes. Porque Taifa es, por encima de todo lo demás, una superviviente nata.

Cuando publique esto mi perra observadora e inteligente, pedigüeña y sinvergüenza, tragona, mimosa y juguetona, perseguidora implacable de piedras, dormirá para siempre el sueño de los justos, el descanso de los leales, la merecida paz tras una vida de servicio a la única causa de ser mi mejor amiga. Cuando se publique esta entrada Taifa habrá dejado de existir en este mundo, pero no en el mío, porque yo pasaré mucho tiempo acostumbrándome a sentarme a comer sin escuchar un gañido y ver a mis pies un hocico demandante, rozándome con la nariz en un mudo “estoy aquí; dame de comer AHORA”, el remedo de rabo moviéndose a mil por hora.

Y probablemente, Taifa, te habrás ido de mi vida como llegaste a ella; en calma, con los ojos abiertos, observando fijamente, transmitiendo tantas cosas que jamás podrán ser escritas y que sólo podrá entender quien se haya asomado a ese pozo de lealtad que es la mirada de un perro.

Pero ni por un instante, a pesar del dolor que estaré sintiendo -que siento ya por tu inminente marcha- pienses que me he arrepentido de haberme mantenido en mis trece aquel día. De haberte preferido a ti, el cachorro gordito y tranquilote que, casi dieciséis años después, se lleva con él una parte de mí.

Que la tierra te sea leve, Taifa. Mi perra, ahora y siempre.

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7 de mayo de 2000 – 13 de febrero de 2016

Quiero creer

(Pequeño homenaje a la serie de mi vida.)

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La semana que viene vuelve la que sin duda ha sido la producción audiovisual que más ha marcado mi vida; tal afirmación aún me produce cierta incredulidad, porque han pasado más de diez años desde que se emitió The Truth -el último episodio- y algo menos desde que acudí a un cine a tragarme esa inclasificable película llamada I Want To Believe. Pero sí; Mulder y Scully vuelven -envejecidos y a destiempo, pero vuelven-, y yo admito que espero su vuelta ansiosa, sin miedo a la decepción ni la crítica. Con esa fe que es el santo y seña de Expediente X.

Expediente X empezó a emitirse a principios de los noventa, y finalizó diez años después. Nueve temporadas y dos películas en las cuales es posible rastrear la huella de todos los cambios políticos, sociales y tecnológicos atravesados en toda una década. También de mi propia historia personal.

No recuerdo cuándo llegó Expediente X a España y tampoco me voy a molestar en averiguarlo; no es la intención de esta entrada. Sí recuerdo cuándo la enigmática cabecera con su aún más enigmático cierre –la verdad está ahí fuera– entró en mi vida, y fue en una etapa tan impresionable y convulsa como la preadolescencia. Empecé a ver Expediente X cuando contaba con once o doce años y terminé de verlo ya universitaria -deliberadamente dejé pasar un tiempo antes de tragarme la última temporada, la novena, del tirón-. Por eso digo que no hay producto que me haya marcado tanto. Que no ha habido película ni serie, ni siquiera libro, que haya influido tanto en mi crecimiento personal, en la formación de mi pensamiento.

Porque quien piense que Expediente X son sólo ovnis, conspiraciones, monstruos de la semana y una tensión sexual -afortunadamente resuelta-, se equivoca. Expediente X es eso y al mismo tiempo no lo es. Expediente X es una historia, larga, compleja y maravillosa, que abarca un sinfín de temas, teorías, debates, y descubrimientos.

Expediente X es la historia de un hombre de fe, Mulder, y de una mujer de ciencia, Scully, y de cómo forman un binomio como jamás he visto en pantalla pequeña o grande. Expediente X es la historia de una conspiración y de la lucha encarnizada de un puñado de personas íntegras. Expediente X también es una historia de familia, de amistad, de amor, de discriminación, de vida y de muerte. Es una historia de búsqueda, de búsqueda del gran mantra de esta serie: la verdad.

Mulder y Scully me enseñaron muchas cosas, y curiosamente ninguna tiene nada que ver con los hombrecillos verdes -en los que, dicho sea de paso, no creo-. Mulder me enseñó mucho sobre honestidad, sobre la dificultad de mantenerte fiel a tus principios. Scully me enseñó mucho sobre fortaleza, sobre cómo a veces hay que tener la inteligencia de aceptar otras formas de ver el mundo sin renunciar a tus propias creencias. Ambos me hablaron del dolor, de la amistad y de la fe.

Sobre todo de la fe.

La sintonía de Expediente X, esos episodios que teníamos que arrancarle a Telecinco con cuentagotas, están presentes en toda mi adolescencia y primera juventud. Y en miles de pequeños aprendizajes de índole mucho más práctica. Por ejemplo, aprendí por primera vez lo que suponía el cáncer en esas gotas de sangre resbalando por la nariz de Scully, el abrazo interminable de Memento Mori, su determinación fría y serena de plantar combate a un enemigo tan implacable. Tuve curiosidad por la Historia al escucharles hablar de los nazis. Vi por primera vez un teléfono móvil en ese mítico Nokia ladrillo que los agentes llevaban en el bolsillo junto con la sempiterna linterna. Fuera de la pantalla, aprendí a manejar un ordenador al tiempo que buceaba en la web oficial y en las cientos de páginas creadas por aficionados. Pergeñé mis primeros fanfictions sobre la pareja del FBI. Mantuve mis primeros debates on-line con equisófilos, escribí en mis primeras listas de correo, mis primeros chats, mis primeros foros; hice mis primeros amigos internautas con la gran X como único testigo.

Fox Mulder y Dana Scully me hablaron de lucha. De una lucha sin cuartel, de una lucha cruel, larga y extremadamente dolorosa. Me enseñaron una máxima en la que creo con firmeza: que la vida es una pelea constante contra diversos enemigos.Una pelea que ellos retoman la semana que viene sin haberla abandonado jamás.

Y yo tampoco. Porque Mulder y Scully, más allá de los hombrecillos verdes y el quién mató a Kennedy, me enseñaron a pelear. A pelear por mis ideas, mi familia, mi pueblo y mi gente. Mis valores. Mi fe.

Pero lo más importante que me enseñaron es que esa lucha -su lucha, mi lucha-, difícilmente se puede ganar. Pero tampoco abandonar. Y ésa es la gran enseñanza, uno de los lemas que, gracias a Expediente X, rige mi vida. Algo que me ha sido infinitamente útil desde la primera vez que mi yo adolescente encendió la tele para seguir las aventuras y desventuras de los dos agentes del FBI.

Que, si abandonamos ahora, ellos ganan.

Breves apuntes sobre el acoso escolar

Hace tiempo -meses, en realidad- que tenía pensado escribir algo sobre el tema del acoso escolar. Debido a lo ocurrido en los últimos días con el suicidio de un joven transgénero me animo a plantear unos puntos que sólo pretenden sacar a la luz algunos de los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de tratar un caso de este tipo desde los institutos:

1. El acoso escolar es un tema complejo que no se soluciona simplemente expulsando a los agresores -ése suele ser el primer paso, pero no la solución; además, a los agresores no se los puede expulsar eternamente-. Hay que entender que tras el o los agresores suele haber un grupo más o menos numeroso que silenciosamente los respalda o al menos no hace nada por evitarlo. Y tras este grupo, hay un estigma social o un gran desconocimiento -como en el caso que nos ocupa- que es en realidad el origen de todo.

2. Hay que atacar el desconocimiento desde su base, y hay que hacerlo, por supuesto, con educación. Educación en el instituto pero también en casa, porque no hay que olvidar que los principales modelos de los niños son sus padres. Hay que dar ejemplo a los críos, no sólo educándolos desde el respeto y enseñándoles que no hay que insultar ni pegar a nadie -eso lo hacen más o menos todos- sino dando un paso más allá, como no permitir una sola broma o desterrar palabras que denoten machismo, homofobia o transfobia.

3. En el instituto hay asignaturas que tocan estos temas, como Ética o Educación para la Ciudadanía. Estas asignaturas tienen los siguientes problemas: se suelen impartir con materiales anticuados que no evolucionan al mismo ritmo de las sociedad, presentan un currículo que es sistemáticamente atacado y/o modificado por la administración, y apenas tienen profesores especialistas que las impartan. Lo que me lleva al siguiente punto:

4. En el mejor de los casos estas asignaturas las impartirá el de Filosofía -si es que hay profesor de Filosofía en el instituto-, en el menos malo alguien del departamento de Ciencias Sociales y en la mayoría de ocasiones se encasquetarán al primero que pase por allí y que necesite completar horario, ya sea de Música o de Inglés. ¿Se imaginan los problemas que puede generar que alguien no especialista en Matemáticas imparta esta asignatura? Pues eso es lo que pasa habitualmente, y lo que se permite, con Ética y Educación para la Ciudadanía. Y aquí ya se depende de la buena voluntad del profesor en sí, de sus ganas de actualizarse y de aprender por su cuenta.

5. Porque es que, y esto es importante, nadie nos forma como colectivo para tratar casos de acoso o de identidad de género, como nadie en realidad nos ha formado de forma oficial para enfrentarnos al cóctel de emociones que sacude a un alumno cualquiera de Secundaria. Una licenciatura (o un grado) en el que no se toca nada de Pedagogía y un Máster o un CAP absolutamente vacíos de contenido son el bagaje que llevamos cuando nos metemos por primera vez en un aula. Aprendemos a base de experiencia, de consejos de los compañeros, de ensayo y error. Y ante determinadas situaciones, nos sentimos desorientados y desbordados. Sólo podemos recurrir a la única persona del instituto que se ha formado específicamente para comprender y saber tratar al adolescente.

6. Esta persona es el orientador. En mi instituto hay uno. Uno. ¿Sabéis cuántos alumnos hay? Mil. Sí, mil. Mil alumnos a los que aconsejar, tratar, diagnosticar y detectar problemas a tiempo antes de que vayan a peor. Mil.

7. Yo no tengo tantos; sólo 130. 130 nenes y nenas a los que no había visto nunca y a los que sólo ahora, después de tres meses, puedo decir que empiezo a conocer. Soy de la afortunadas en este sentido, tengo compañeros que por su disposición de grupos y carga lectiva asociada a cada asignatura pueden fácilmente doblar el número de alumnado. La de Ciudadanía, sin ir más lejos, ve a su clase una hora a la semana. Lo que pretendo decir con esto es que algunos casos de acoso se detectan desde el propio Equipo Educativo, pero otros nos pasan por alto sencillamente porque no conocemos tan bien a los chicos para detectarlos.

8. En mis grupos se están tratando actualmente dos casos de acoso. Uno lo detectó la propia tutora, leyendo entre líneas una redacción libre enviada durante una de las pruebas de Evaluación Inicial, en una muestra de sensibilidad que a mí me dejó admirada. Del otro nos informó la propia madre, revelándonos que la persona que todos pensábamos que era la mejor amiga de su hija, a quien se ve charlar animadamente con ella en todas las clases, es en realidad su acosadora. En ambos casos se puso inmediatamente en marcha el protocolo de actuación diseñado por la Junta de Andalucía, y actualmente desde Orientación y Jefatura se trabaja en una titánica labor de zapa y desgaste, de tirar de la madeja y de horas de charla, para averiguar lo sucedido. Porque resulta que en un caso la cría no quiere hablar -saber lo que ha pasado realmente siempre resulta muy difícil- y, en el otro, el acoso sale fuera de los ámbitos del instituto.

9. Ésa es otra: el acoso persigue al acosado, incluso cuando suena el timbre de clase. Leo que Alan se cambió de localidad, y no me extraña, porque Amanda Todd también cambió de instituto. El acoso continúa en las redes sociales, el acoso continúa por móvil, el acoso continúa en las calles si hablamos de un instituto situado en un barrio o un pueblo pequeño. El acoso, a veces, tiene el beneplácito de la propia sociedad.

10. Por eso el acoso no se puede vencer desde casa ni desde el instituto, sino desde todos los frentes a la vez. Padres, profesores, sociedad implicados en no dejar pasar ni una más, ni un desprecio más, ni un término despectivo más, ni una agresión más. En mi opinión, también sería necesario endurecer las medidas -alguien me dijo una vez que debería ser el acosador el obligado a cambiarse del instituto, costeando su familia los gastos de transporte originados- de los protocolos de actuación. Y desterrar tópicos sobre asuntos como la transexualidad con la formación obligatoria para el profesorado y más charlas de concienciación y talleres para el alumnado. Sólo así estaremos preparados para enfrentarnos a esta lacra y asegurarnos de que un caso como el de Alan no vuelve a repetirse.

Privilegios

Una de las cosas más importantes que he aprendido este año ha sido ser consciente de mis propios privilegios. Fue gracias a un tuit de una tuitstar a la que no sigo, que me hizo reflexionar sobre algo que, honestamente, jamás me había planteado. El inmenso privilegio que supone haber nacido en el Hemisferio Norte, ser de raza blanca, de orientación heterosexual y perfectamente cómoda con los rasgos sexuales asignados durante mi desarrollo en el vientre materno.

¿Os parece una tontería? Recapitulemos. Número de veces que me he sentido observada por mi color de piel: cero. Número de veces que alguien ha evitado sentarse a mi lado en el autobús por la etnia a la que pertenezco: cero también. Número de veces que he soltado el famoso “papá, mamá, tenemos que hablar”: una, pero fue cuando me admitieron en la carrera de Historia, así que no cuenta. Veces que me he tenido que dar explicaciones sobre mi propia sexualidad: ninguna.

Tampoco me han mirado mal al entrar a ningún comercio, tachándome de potencial ladrona antes de abrir la boca. No he visto mi religión, mi cultura o mi lengua siendo especialmente atacadas. Nadie me ha llamado jamás blanquita, como sí llaman a otros negrito o sudaca. No he sufrido un solo episodio de racismo o xenofobia. Ignoro cómo es eso de que te miren mal por ir de la mano con tu pareja. Nunca me han llamado viciosa o enferma mental. Jamás he temido ser agredida, física o verbalmente, por mis preferencias sexuales.

Y tampoco sé lo que es ver a mi país en guerra. Nunca he vivido una hambruna. Jamás he pasado escasez. No se han negado a atenderme en ningún consultorio médico. He podido conseguir fácilmente todas las vacunas y medicinas que he necesitado a lo largo de mis veintinueve años de vida. Tengo Internet, portátil, teléfono móvil, coche y dinero con el que mantenerlos. Tengo un techo encima de mi cabeza todas las noches y una cama mullida debajo. Tengo todas mis necesidades primarias tan cubiertas que hasta me permito el lujo de preocuparme por algo tan insignificante como un equipo de fútbol.

Todo eso, amigos míos, es un privilegio de la hostia.

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