Puestos a recortar

Como todos saben, la educación es una de las áreas donde se está aplicando alegremente el tijeretazo. Conste que no soy muy amiga de la queja. Entiendo que el actual gobernante de España está haciendo lo que se presupone en su ideología. Como la elección ha sido democrática, no le veo mucho sentido a quejarse. Si la mayoría de mis conciudadanos han votado a favor de recortar en Educación y Sanidad, creo que no hay más que hablar. Otra cosa son los que sí les hayan votado creyéndose las paparruchas de un programa político. Al lobo se le identifica por la piel.
No obstante, puestos a recortar, encuentro que hay muchos elementos a los que se podría pasar la cuchilla de forma inmisericorde, ahorrando dinero al Estado y eliminando de un plumazo cosas intrascendentes.
Puestos a recortar, podríamos disminuir la carga de conferencias/excursiones/charlas que interrumpen el ritmo lectivo y ponen al profesor en la disyuntiva de tener que impartir clase a cinco alumnos de un grupo de veinte (sabiendo que al día siguiente tendrás que repetirlo) o dejarles la hora libre.
Puestos a recortar, podríamos eliminar la tontería de los libros gratis para todos que, en la práctica, hace que ni padres ni alumnos valoren el material y la educación que están recibiendo. Cuando yo estudiaba -con un nivel adquisitivo mucho menor a la media de hoy en día- comprar los libros de los nenes se consideraba como un gasto doloroso pero necesario. Y si uno se quedaba sin irse un fin de semana a la playa por sufragarlo, todos éramos conscientes de que semejante sacrificio se había hecho por un bien mayor. Quien realmente no podía comprarlos (y en los colegios sabían perfectamente qué familias vivían al umbral de la pobreza) recibía sus libros gratuitos, como debería seguir haciéndose. Pero quien pueda permitírselo, aunque sea a costa de dejar para otro mes la BlackBerry del niño, debería comprar sus libros para que cada euro gastado tintinee en la cabeza del alumno cada vez que se plantee dejarlos aparcados por ahí.
Puestos a recortar, podríamos haber aguantado un poco antes de implantar el famoso bilingüismo. Para quien no lo sepa, el certificado de «centro bilingüe» sobre la fachada de un centro te asegura que la ESO cada curso se divide en dos grupos, los que imparten clase normalmente, y los que la hacen «en inglés». El entrecomillado viene porque en pocos centros realmente se hace más que dar un vocabulario básico de inglés al comienzo del tema, convirtiéndose el bilingüismo en una excusa más para dividir el grupo en Buenos y Malos. Por si fuera poco, es otro ejemplo más de empezar a construir la casa por el tejado: se ha implantado antes de tener un cuerpo de profesores con el nivel necesario (teniendo que tirar de una bolsa extraordinaria de personas que no han pasado por oposición alguna), y muchas veces ni siquiera los mismos profes bilingües tienen muy claro lo que tienen que hacer. Eso sí, se ha hecho un gasto enorme en libros en inglés, y ya tenemos aquí a los asistentes nativos, personas que en algunos casos -que conozco bien- apenas asisten al centro y se toman su trabajo como unas vacaciones para practicar español.
Puestos a recortar, se podría recortar el horario lectivo metiendo la tijera a algunas asignaturas absurdas y «de relleno» que todo profesor tiene y que acaban convirtiéndose en hora libre para los alumnos. Eso supondría recortar nuestros sueldos por una razón justa, pero a la vez se aumentaría la concentración de los chicos al no obligarles a estar de 8:30 a 15 con tan sólo media hora de pausa para levantarse de la silla.
Puestos a recortar, se podría preguntar a los centros si realmente utilizan todo el material informático del que disponen para algo más que para dar hora libre a los nenes. Yo he llegado a usarlos para dar clase en alguna clase, pero me consta que la mayoría de las veces los carros de portátiles o los famosos netbooks de la Junta no son más que un entretenimiento para pasar las ya citadas horas de excursión/conferencias/huelga.
Puestos a recortar, se podría echar expeditivamente a la calle a los sinvergüenzas de más de 16 años que sólo acuden al centro a molestar porque sus padres los obligan, y que están ocupando una plaza que cuesta mucho dinero.
Puestos a recortar, se podría vigilar que el PCPI (enseñanzas orientadas a la Formación Profesional, que además suelen requerir aulas de Informática y profesores especialmente dedicados a ellos) no se convirtiera en el cajón de-sastre de los gamberros que han agotado la ESO y quieren seguir tocando las narices hasta los veinte años.
Puestos a recortar, podríamos preguntarnos si no podríamos ahorrar en papeleo con una potencial herramienta como Séneca a nuestro alcance. Si no podríamos pasar lista en nuestro móvil (la mayoría de profes tienen móviles que pueden usar para conectarse a Séneca, y quien no lo tenga, no creo que sea tan costoso dotar al centro de un puñado de PDA’s antiguas). Si no podríamos ahorrar en cuadernos de profesores cuando hay alternativas informáticas gratuitas, y no sería tan complicado asegurarse de que un profesor tuviera en todo momento un ordenador/ultraportátil al alcance (la mayoría tenemos uno personal que llevamos al centro).
Puestos a recortar, hay mil cosas en las que se podría meter mano, si los que mandaran en esto supieran la realidad desde dentro. Pero entiendo que es mucho mejor preocuparse sólo en bajar sueldos, en cambiar contenidos de asignaturas basándose en la ideología y preocuparse de todo salvo de la educación de las personas que constituyen el futuro del país.

De crucero

F.J. era un alumno normal. No bueno, normal. Aprobado raspado, algún notable. Iba tirando.
En el segundo trimestre desconectó. Desconectar es un término que se utiliza mucho en las charlas entre profes. Se refiere a cuando un alumno pierde completamente el interés, se deja llevar, no le importa acumular un suspenso tras otro. El típico tío que se dedica a clavar lápices en el techo, sentado con los pies encima de la mesa.
La desconexión casi nunca es automática. En el caso de F.J., fue de forma paulatina. Dejó de atender en clase. Dejó de hacer los deberes. De ahí a escaparse a los asientos de atrás cuando podía. Empezó a no traerse el libro. Y después vino la actitud chulesca y pasota.
A lo largo de todo ese proceso, todos los profesores intentamos mantener a F.J. en esa pequeña tierra de nadie que separa a los alumnos problemáticos de aquellos cuya alma aún puede ser salvada. Una de las medidas que yo tomé fue avisar a sus padres. En un pueblo donde la mayoría de mis alumnos son hijos de agricultores que no desean ese trabajo para sus retoños, es una medida tremendamente efectiva. Así que la semana pasada les envié una nota, advirtiéndoles de que su hijo estaba empezando a tener auténticos problemas en la asignatura.
El lunes, al entrar en clase, advertí que F.J. no estaba.
Pregunté por él.
– Se ha ido de crucero -me explicó una alumna.
– …¿Perdón?
– De crucero. Con sus padres. Todos los años se van de crucero antes del Rocío.
– Que todos los años se cogen una semana de vacaciones justo antes de lo que viene a ser la semana de vacaciones, vamos -tono de pero qué me estás contando.
– Sí, claro. Porque la semana del Rocío es para ir al Rocío –obvio-. Así que se cogen otra semana por su cuenta.
– Perdiendo clase. En el trimestre final.
– Sí.
Pues vale. Incrédula, atónita y pensando cosas que jamás podría decir en un claustro, terminé de pasar las faltas al parte. Y empecé a impartir la materia a aquellos alumnos cuyos padres, afortunadamente, no deciden quitarle a su hijo una semana de clases, cuando queda tan poco para los exámenes finales y, además, le va tan bien en la asignatura.
No sé si los padres de F.J. será de los que luego van a quejarse por los suspensos, o de los que te miran a los ojos y te preguntan, con toda su jeta, por qué has cateado a su hijo si tiene un 5 y un 1. Sólo espero que, si lo son, el profesor que ese día los atienda tenga las narices de mandarles a freír monas. O de crucero.

El chico del Nokia

Una de las cosas que más me llamó atención cuando entré en el instituto fue el opulento despliegue de móviles entre el alumnado. Es decir: yo ya sabía que los críos de trece, doce o incluso once años tienen móvil. Mi prima, que está en 2º de la ESO, tiene un móvil. Eso sí, es un teléfono normalito, con una cámara cuyas fotos no las embellece ni el filtro del Instragram, sin wifi, ni 3G, ni leches. Un móvil para que sus padres puedan tenerla localizada y ella dar toques y enviar mensajitos ñoños a las amigas. Lo que debe de ser un móvil de una niña de su edad.
Mis alumnos de 2º y 3º de ESO exhiben sin ningún pudor teléfonos muy superiores. La marca que triunfa es la Blackberry, pero también me he encontrado a algún criajo de trece años manejando uno de los últimos Galaxy de Samsung o incluso iPhones, tanto de los modelos más antiguos como el más nuevo. La mayor parte de ellos, obviamente, pagan por tener acceso permanente a Internet (el wifi del instituto está cuidadosamente capado por la Junta de Andalucía, tanto para móviles de alumnos como de profesores).
Profesores que, por cierto, usan teléfonos más bien normalitos. Yo soy una de las excepciones. Tengo un iPhone. Lo pagué, como cada factura, con el dinero de mi trabajo. ¿Con qué dinero pagan estos nenes la adquisición del nuevo Samsung Galaxy, o de la cuota 3G para pasarse el día entero entrando a Tuenti a comprobar sus comentarios? Lo gracioso, pienso, es que todos estos padres que alegremente pueden llegar a soltar 300 euros en el móvil del niño (más el dinero mensual) pondrían el grito en el cielo si les pidieran que, una vez al año, destinaran esa misma pasta a comprar los libros de la escuela -algún día hablaré de la aberración de los libros gratis-.
Pero yo no quería hablar de móviles. O no exclusivamente de móviles.
Yo quería hablar de Jorge. 
A veces me preguntan si tengo alumnos preferidos. Pues miren, ellos son personas y yo también; es inevitable que surjan corrientes de empatía -o de todo lo contrario- aunque me esfuerce en tratarles a todos por igual. Hay críos que te caen especialmente bien por las razones más diversas: por buen alumno, por listo, por torpe, por simpático, o porque te recuerde a ti cuando eras pequeño.
Jorge es uno de esos chicos que me cae bien. Se puede decir que le he cogido cariño. Está siempre sentado al fondo de la clase, ninguno de sus compañeros le hace mucho caso. Tampoco las compañeras, pese a que estoy segura de que en un par de años se las traerá de calle; de momento está en pleno estirón, es desgarbado, y tiene unos inmensos ojos azules llenos de inteligencia. Es además simpático, agradable y a veces se le ve echando una mano a los más torpes.
No es buen estudiante. No le interesa mi asignatura, ni ninguna. Algunos días se le ve muy despierto. Otros, mira al vacío con un inconfundible aire tristón. Puede que tenga algún problema en casa. Puede que tenga alguna dificultad para centrarse. O que sea, sencillamente, un vago. Nunca lo sabré, porque ni el tutor ni la orientadora me han hecho mucho caso al comentárselo.
Jorge lleva a veces ropa más grande que su talla, lo que podría tomarse como la típica extravagancia adolescente o la típica previsión de la madre que sabe que su niño está creciendo. Pero el caso es que también es sevillista acérrimo, y un día me vino con una sudadera del Real Madrid. Como solemos hablar mucho de fútbol, le pregunté, y me contestó que me lo explicaba luego.
No me lo explicó, pero tampoco hizo falta.
Y un día en que les dejé libres los últimos diez minutos de la clase -con permiso para sacar netbooks y demás tecnología- Jorge se me acercó cuando sus compañeros ya corrían en estampida hacia el patio, comentándome que si les había visto los móviles. Sí, claro que los he visto. Estoy hasta las narices de veros los móviles.
– Uno con un Galaxy SII, la otra con el iPhone, los demás con la Blackberry… ¿Tú sabes qué móvil tengo yo, maestra?
Había resentimiento al preguntarlo. Negué con la cabeza.
– Un Nokia. Un Nokia de los viejos.
– ¿Con el Snake? -se me ocurrió preguntar.
– Sí -primera sonrisa- con el Snake.
Por un momento me quedé sin saber qué decir. Hasta que me vino una idea a la cabeza, una información que había leído, no sé ni en dónde. Y pasándome por el forro la obligatoriedad de contrastar las fuentes -auténtico juramento hipocrático de los que hemos estudiado Historia- le conté a Jorge que, aparte de que tenía una suerte tremenda por poder jugar aún al mejor juego de la historia de los móviles, el Nokia que llevaba en el bolsillo había sido diseñado para ser muy resistente, prácticamente indestructible, porque estaba destinado a sobrevivir a explosiones y tiroteos.
– Que llevas un móvil hecho para soldados, vaya.
– ¿Para soldados, maestra?
– Para soldados del ejército de los Estados Unidos.
Jorge sonrió y estuvo un par de minutos contándome cómo una vez su Nokia se le había caído por un segundo piso y tan sólo se le había salido la batería. O cómo había resbalado por una zanja sin más consecuencias que acabar manchado de barro. O que había llegado a sumergirlo.
– Y sigue funcionando.
– Bueno, pues ahora sabes por qué. Ni el Galaxy ni las Blackberry se hicieron para los soldados. Tu Nokia, sí.
Y allá que se fue, al patio con sus compañeros, con su sudadera dos tallas más grande y su mochila barata de los chinos. Y el móvil en el bolsillo. Un móvil que no sé si se hizo para los soldados, mucho menos si fue para el ejército de los EEUU o para otro. No me importa. Tampoco sabré nunca qué hay detrás de la mirada triste de Jorge, y si es pura perrería lo que hace que un chaval tan inteligente suspenda más asignaturas que aprueba.
Sólo puedo decir una cosa: que aquel día el chico del Nokia se marchó de clase feliz.