Transitaba con normalidad el autobús, recorriendo los últimos cincuenta kilómetros de un viaje de cinco horas, cuando un brusco descenso en la velocidad nos hizo levantar la cabeza a todos. Por las enormes lunas delanteras del vehículo se podía vislumbrar un monumental atasco, una fila interminable de vehículos retenidos, sabría Dios por qué, que parecían perderse hasta el infinito tras una curva.
Descendió el conductor, un tipo bajito, con el rostro aceitunado tan típico del granaíno pura cepa –yo no lo soy-. Bajó, habló por el móvil, echó un vistazo. Volvió a subir y habló de esta forma a sus casi cincuenta pasajeros que llevaban más de cuatro horas en carretera.
– Pues más vale que vayamos sacando unas cartas y haciendo una barbacoa. Porque esto tiene pa un ratico largo.
Y eso que acabo de describir es un perfecto ejemplo de malafollá.
Cuando uno es granaíno –sobre todo si es un granaíno con familia fuera- la malafollá te persigue toda tu vida, primero como un estigma malinterpretado en la niñez, después como un motivo de orgullo a medida que el individuo crece y se empapa de la vida de su ciudad. Fuera de Granada –incluso dentro de ella- este rasgo identitario del granaíno es confundido con puro y simple mal carácter. Hasta tal punto de que, cualquier indicio de enfado, impaciencia o bordería del granaíno se achaca, por parte de los foráneos que le rodean, a la malafollá. Como si la mala hostia no fuera universal y exactamente la misma en Granada, Madrid, Barcelona o Albacete.
Porque la malafollá es igual a mala baba, sino que responde a un concepto mucho más profundo, complejo, una forma de ser y de pensar. La malafollá es una perfecta mezcla de ironía, resignación y fatalismo, con la que el granaíno contempla la vida y a la vez se protege de ella. El sarcasmo a veces hiriente, el humor más negro, forman tan parte de la ciudad como las sacrosantas tapas o el relieve escarpado de la sierra.
La malafollá es a veces, también, una suerte de rebeldía frente al tópico del andaluz gracioso y cuentachistes, pues nosotros, ni somos graciosos ni queremos serlo, sencillamente porque no consideramos que sea nuestro deber entretener a nadie. Frente al humor más bien chabacano que forma parte de la supuesta cultura sureña pregonada alegremente por ciertos voceros, el sentido del humor granaíno es más fino y cáustico. Frente al carácter abierto, el granaíno es más bien hermético en el primer contacto y desconfiado por naturaleza. Frente a la naturalidad generosidad y casi derroche del tipo mediterráneo, el granaíno cuenta cada céntimo como buen hijo de la tierra del chavico. Todo eso, y mucho más, forma parte de la esencia del ser malafollá.
Y algunos, quizá acertadamente, achacan al granaíno de abulia, de falta de energías, de limitarse a contemplar con sarcasmo el presente sin mover un dedo para cambiarlo. Dicen los que han emigrado fuera que, al volver a Granada, es como si no hubiera pasado el tiempo. Que todo permanece siempre igual en esta ciudad incómoda, en esta pequeña urbe que nos provoca más orgullo del que sería posible justificar, contenta de rememorar su rico pasado mientras se limita a encogerse los hombros ante el presente.
Al final de mi particular historia, el autobús estuvo una hora parado en el kilómetro 62 de la A92, pasando de camino a casa junto a los restos calcinados de un pequeño camión. El viaje duró en total más de seis horas, y no hubo cartas ni barbacoa, pero sí algunos comentarios irónicos cuando el vehículo se plantó en la Avenida de Andalucía donde nos recibía Granada, vallada por las obras, perezosa, calurosa. Ciudad que, quizá dentro de cien años, reciba a sus visitantes de la misma forma; destripada, orgullosa, inmutable.