Un día de locos

Fernando III el Santo

Da la casualidad de que hoy es 12 de octubre. El gobierno, por aquello de que palabras como Fiesta Nacional o Día de la Hispanidad quedan feas y poco retuiteables, se ha inventado un chorrihashtag, #DiaDeTodos, con el que se pretende dar una imagen más acorde al contexto, que case más con los vídeos de gatitos y fotos de cafés del Starbucks. Intento inútil, porque el patriotismo español es poco tuiteable y la bandera rojigualda luce mejor en un mástil que en el Instagram. No, la batalla de las redes sociales la perdimos hace tiempo; afortunadamente en varios siglos de Historia ganamos bastantes más, y si no que le pregunten al señor de ahí arriba.

Pero yo, además, me sublevo ante esa chorrimemez del Día de Todos. Y un carajo, Día de Todos. Yo no quiero que el 12 de octubre sea el día de todos. Nunca lo ha sido. El 12 de octubre fue el día en el que un señor que no se llamaba Rodrigo de Triana gritó “¡Tierra!” al descubrir un continente que ya había sido descubierto, en una flota al borde del amotinamiento, a cargo de un almirante en el que sus hombres nunca habían confiado y que había cometido un error de cálculo que casi le cuesta la vida. El 12 de octubre fue el día en el que ese puñado de señores, lo suficientemente chalados para embarcarse en la locura máxima de don Cristóbal, cambiaron la historia de Europa. Aquel 12 de octubre no fue un día de todos: fue un día de locos.

Emulando a aquellos hombres, el 12 de octubre no debe de ser el Día de Todos; sólo de los que estamos lo suficientemente locos para seguir proclamando orgullosamente que fuimos, somos y seremos españoles. Es el día de los que no tememos perder followers. Es el día de los que nos pasamos por el forro las lecciones morales sobre patriotismo de los que llevan la bandera de su región tatuada en el culo. Es el día de los que vemos más allá de un cacho tela al viento y pensamos en España como un proyecto común en el que aún merece la pena creer. Es el día de los que seguimos amando España con sus pequeñas vilezas, con sus culturas y sus lenguas y sus historias y sus tradiciones. Es el día de los que no nos escudamos en la #MarcaEspaña para sentirnos ausentes a los problemas que sacuden al país, como si nosotros no formáramos parte de ellos. Es el día de los que sabemos que un español no se sienta a llorar y quejarse; un español aprieta los dientes, mueve el culo, arrima el hombro y pelea hasta que vence o se cae muerto. Nuestros antepasados lo hicieron con espadas, picas y arcabuces; nosotros podemos hacerlo con información, solidaridad y voto responsable.

Hoy no es el Día de Todos, ni debe de serlo. Quizá sólo sea el día de la mitad de la población española, o incluso menos. A los demás sólo hay que guardarles el máximo respeto: a los que luchan por otros proyectos, a los que hacen de la apatía su propia patria, o a los que prefieren escudarse en la socarronería para pretender que nada de lo que ocurre a su alrededor es culpa suya. Ellos tendrán, y a cientos, sus propios días de fiesta; sus propios días de cuerdos. Yo me quedo con el 12 de octubre. Porque estoy un poco loca y porque España nunca fue país para cobardes.

– Jaén, 12 de agosto de 2014.

¡Están locos, estos reyes! Locura en la realeza española, desde Isabel de Portugal a Carlos II

La idea de este artículo surgió mientras investigaba sobre la vida -la muerte, mejor dicho- de nuestro viejo amigo don Carlos para mi serie de entradas sobre la leyenda negra. Si hacen ustedes memoria, recordarán que, lejos de la imagen del joven gallardo que le atribuye la famosa ópera de Giuseppe Verdi, el retoño de Felipe II era un ser un tanto extraño cuya dispar conducta nos hace pensar, varios siglos después, que estaba como una auténtica regadera.

Escudriñando el árbol genealógico del desafortunado don Carlos, nos daremos cuenta de que el suyo no es un caso ni mucho menos aislado. Hay entre los Austria y sus antecesores, los Trastámara y los Avís, tantos antecedentes de locura que casi sorprende que al pobre Felipe le saliera algún hijo normal. Y es que los zumbados se cuentan a pares a lo largo de toda la línea sucesoria; desde Isabel de Portugal a Carlos II, encontramos más de un rey -y más de dos,- que, más que con corona, gobernaron con un embudo en la cabeza.

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