Pena (penita pena).

Un día de estos en los que estábamos hablando de todo un poco -unos políticos con iPad por allí, un estratosférico sueldo vitalicio por allá, unos nenes de la ESO recibiendo palos por Valencia… lo típico, vaya- me dirigí a mis alumnos y les dije: me dais pena.

Al principio ellos se quedaron un poco perplejos, sin saber si debían sentirse ofendidos o no, hasta que comprendieron que no era una pena de desagrado, una pena de asco, sino pena de auténtica compasión. De «pese a algunos seáis unos mastuerzos, chicos -lo eran- no os merecéis esto».

Ese tipo de pena.

Hoy, a dos días de que esos chavales que fueron mis alumnos vuelvan al instituto, he recordado aquel momento y sólo puedo decir que me inspiran aún más lástima que entonces.

¿Y por qué?, me preguntaron ellos aquel día y se preguntarán ustedes ahora.

Pues muy sencillo:

Me dan pena porque no están preparados para lo que se les viene encima. Porque han crecido, la mayoría, en un mundo de algodón dulce donde cuando querían algo -ojo: querían, no necesitaban– sólo tenían que alargar el brazo. Porque les hemos criado en una España próspera donde hasta el más tonto tenía chalet en la playa y el último peón de obra podía permitirse cambiar de coche cada pocos años.

Me dan pena porque, salvo que cambie mucho la situación -y no va camino de ello- ellos se verán más afectados que nadie por la brutal crisis y la aún más dañina gestión de la misma. Porque se verán arrastrados por la ola en su descenso y naufragarán justo en el punto donde los jóvenes de mi generación flotábamos, casi apacibles. Porque para ellos estudiar una carrera será como comprarse un anillo de diamantes, para ellos no habrá Erasmus, ellos se incorporarán al mercado laboral en un momento en el que hace falta pase VIP para que te admitan dentro.

Pero, me dan pena, sobre todo, porque la gran mayoría no tendrán los arrestos, ni la paciencia, ni la perseverancia para abrirse hueco a dentelladas. Porque son -salvo excepciones- niños blanditos a los que se ha criado entre pantallas y con la certeza de que cualquier cosa está al alcance de un click de ratón. Han tenido todo lo que necesitaban, no ya en su casa, sino en su propia habitación. Jamás han tenido que quedar con un puñado de compañeros para hacer un trabajo en la biblioteca, copiando trabajosamente notas de libros y enciclopedias. Jamás han estudiado hasta que les dolía la vista. Jamás han estado tan aburridos -pues la era del aburrimiento ya pasó- que su únicas tres opciones fueran leer, abrir un libro de texto o hacer el pino con las orejas.

Me dan pena, sí. Porque se junta la peor situación posible con la generación menos preparada para afrontarla.

Entre ellos hay, como en todas las generaciones, chicos trabajadores, mentes brillantes que se sienten aplastadas por la mediocridad que les impone el entorno; por el pesimismo generalizado que nos asfixia hasta arrancarnos de cuajo las ganas de asomar la cabeza del rebaño. Y, a veces, alguno de ellos me ha preguntado por el futuro, me ha pedido consejo sobre qué hacer. Qué hacer con su -apenas estrenada- vida.

Y yo no he sabido qué responderles.

Tres imágenes y dos preguntas (sin respuesta).

Hay imágenes que marcan a toda una generación. Estoy segura de que, si pregunto a mis padres, podrán decirme dónde estaban y qué hacían el día que cayó el Muro de Berlín, el día del atentado contra Carrero Blanco o el 20 de noviembre de 1975. Un profesor de carrera nos relataba con una escaloriante precisión el brutal terror que le recorrió el cuerpo cuando, recibiendo una clase práctica de la autoescuela, escuchó en la radio del coche que Tejero andaba pegando tiros en el Congreso.

Puede que algunos de estos sucesos no les afectaran personalmente -es obvio que la muerte de Franco supuso un radical giro en la Historia de España- pero de alguna forma les marcaron. No les perjudicó -ni benefició- directamente pero jamás lo olvidarían. No volvieron a ser los mismos.

De la misma forma, hay tres sucesos, tres hechos, que se imprimieron a fuego en la generación de los nacidos a mediados de los ochenta y que ninguno de nosotros podrá olvidar. Sucesos que nos afectaron -en su mayoría- indirectamente, pero que dejaron una profunda huella en nuestra forma de ser y pensar.

Asesinato de Miguel Ángel Blanco

Julio del 97. Yo tenía once años y ETA era tan sólo un concepto nebuloso. Estaba pasando los días en la casa de mi abuela en el pueblo, soportando el insoportable verano jiennense con la pequeña y rudimentaria piscina, casi alberca -sin depuradora, y donde el chorreón de lejía diario era el único mantenimiento que recibía el agua-, que teníamos en un rincón del patio cubierto de jazmines.

Fue antes de la época del móvil e Internet, cuando toda la familia solía reunirse en el salón a ver las noticias. Los mayores en los sillones y yo tirada en el suelo, probablemente leyendo. Fue en alguno de esos días tórridos y extraordinariamente largos cuando escuché por la tele que los de ETA habían secuestrado a un señor y amenazaban con matarlo si no acercaban los presos al País Vasco. O algo así.

No sé cómo me di cuenta de que aquella noticia no era una noticia más. Que no era un atentado más. Puede que en la ansiedad con la que toda mi familia seguía el caso por cada boletín de noticias. Puede que en las concentraciones espontáneas que empezaron a surgir por toda España.

Puede que fuera cuando al fin Miguel Ángel fue hallado muerto y los pelos se me pusieron de punta al ver a tanta gente reunida, manos al cielo y con una simple y aceptable reivindicación: PAZ. O que ocurriera al día siguiente cuando, tras la misa, en la placita de aquel pueblo jiennense vi a gente llorar a lágrima viva por un concejal vasco asesinado en un lugar del que ni siquiera había escuchado hablar antes.

Tenía once años y era poco lo que sabía de la maldad, pero aprendí durante aquellos días de agosto. Aprendí lo que era la crueldad. Me di de bruces con la realidad -con la realidad cruda del mundo, tan distinta de los cuentos, tan distante de los tebeos infantiles- al enterarme de que unos tipos habían mantenido preso a otro para luego dispararle un tiro en la nuca, como si fuera un animal, como si fuera uno de esos conejos a los que una vez vi desnucar en la calle de abajo.

Aprendí lo que era la injusticia, pero también la indignación. Tuve un primer contacto con la solidaridad, con la valentía. Y me sentí por primera vez parte de un mismo colectivo, de un mismo pueblo, que exigía justicia desde Ermua hasta Jaén.

Atentado de las Torres Gemelas.

11 de septiembre de 2001. Tenía quince años, para dieciséis, eran las tres de la tarde y, huelga decirlo, acababan de terminar Los Simpsons. Por indudable influencia de la familia amarilla, todos los telediarios de mi adolescencia tienen el logo de A3 y la voz de Matías Prats Jr.

Aquel mediodía, Matías Prats leyó los titulares -destacaba el caso Gescartera, primera plana en la época- y acto seguido anunció que estaban llegando imágenes de un incendio en una de las Torres Gemelas de Nueva York. Recuerdo la emoción del momento y que estuve a punto de levantarme para avisar a mi madre, que estaba en el pasillo hablando con la vecina. No lo hice, me quedé sentada, y vi las imágenes que pasaron a la Historia. El «Dios santo» de Matías. «La otra torre, la otra torre». La toma de conciencia de que estábamos presenciando, en riguroso directo, un atentado de proporciones gigantescas.

Aquel día puede que sintiera el mismo escalofrío de terror que, años antes, había recorrido el espinazo de quien se acabaría convirtiendo en mi profesor de facultad. Fue la certeza de estar contemplando algo que cambiaría el mundo, y al mismo tiempo ese miedo, mezclado con una profunda intertidumbre, a lo que pasaría el día de mañana.

Si con Miguel Ángel Blanco aprendí lo que era la crueldad, aquel 11 de septiembre aprecié su auténtica magnitud. Llegué a obsesionarme hasta cierto punto con el atentado, recopilando reportajes en cintas VHS, con la obsesión de intentar comprender por qué alguien podía acabar con la vida de tres mil personas, de golpe y porrazo. No lo conseguí, evidentemente. Pero puede que aquel día se gestara mi pasión por la Historia.

Atentado del 11M

11 de marzo de 2004. Tenía dieciocho años y estaba en 1º de carrera. Era un jueves como otro cualquiera. Aún recuerdo las clases que tuve aquel día, y también que decidí saltarme la última de ellas para llegar antes a casa.

Por esa razón, el autobús que pasaba por el Campus de Cartuja iba medio vacío. Pero había algo más. En ese autobús, en el que iban una decena de personas, reinaba un artificial y sepulcral silencio, silencio como jamás lo había escuchado, un silencio que me hizo sospechar -no llevaba radio encima, no había oído nada dentro de la facultad, y aún quedaba mucho tiempo para los móviles con acceso a Internet- que algo iba mal.

Tengo grabado el trayecto a casa, mirar a la gente a los ojos y aumentar mi certeza de que algo había ocurrido. Y por encima de todo puedo rebobinar, como en una cinta de vídeo, el momento en el que abro la puerta, llevando la cartera en la mano -lo sé porque unos segundos más tarde la tiraría, con rabia, sobre la mesa-, y lo primero que veo es la televisión encendida con un puñado de hierrajos retorcidos.

Huelga explicar qué fue el 11M, qué significó, qué ocurrió después. Para mí fue como encontrarme el terror el casa, como entrar a mi habitación y ver allí a un desconocido. No conocía a nadie que se viera directamente afectado por la tragedia, pero me convertí en una bola de odio que durante una semana vagó por foros y webs varios, llena de resentimiento y sin poder dormir bien. Aún puedo notar parte de ese odio, aunque atemperado por los años. Aún conservo intacto el escepticismo, el asco total que me embargó al ver cómo los políticos usaban la muerte de más de doscientos compatriotas para ganar votos.

Fue como un largo viaje. Un día descubrí la realidad. Otro, el lado más atroz del ser humano. Entré en la carrera buscando un por qué, y un 11 de marzo me di cuenta de que la verdadera pregunta no era ésa, sino cómo solucionarlo. Me pasé el resto de mis años de facultad intentando encontrar la respuesta. Aún, podría decirse, sigo en ello.

Aunque empiezo a sospechar que no la tiene.

La pelota

Yo los imagino como dos bestias peludas, en una eterna competición por ver quién de los dos sobrevive. Como no tienen los arrestos de tirarse al cuello del otro para desgarrarse mutuamente las gargantas –algo que, a buen seguro, nosotros celebraríamos con alborozo- se limitan a tirarse de forma homicida una pelota; una pelota cada vez más desinflada, cada vez más deteriorada por el golpeteo mortal de sus zarpas. Una pelota que algún día caerá al suelo y rodará por última vez hasta detenerse por completo.

Rara será la persona que, a poco que se asome a un periódico digital, no haya leído estos días algo sobre los interinos de Educación Secundaria. Vamos, los que van al paro. Los interinos están jodidos, para qué nos vamos a engañar: en Cantabria les quieren excluir de las listas si el director de su centro les denuncia por no tener aptitudes pedagógicas –estas navidades, incluso sin paga extra, verán proliferar los jamones a nombre del Sr. Director-, en algunas comunidades no les han pagado las vacaciones y en Madrid… bueno, en Madrid ser interino es más triste que ser del Atleti, que ya es decir.

Mientras tanto, en Andalucía, estamos viviendo una situación curiosa que sólo puede explicarse teniendo en cuenta que somos el juguetito de morder de los dos principales perros políticos. De esas dos bestias peluditas que se gruñen en la distancia mientras juegan, cosa insignificante, con el futuro de toda una generación.

Conviene saber que la Junta de Andalucía, gobernada por el PSOE, tiene competencias en Educación. Conviene también saber que, en verano, la susodicha Junta saca una lista donde asigna a cada profesorzuelo privilegiado en su instituto; bien sea aquellos privilegiados de carrera que hayan pedido traslado de su plaza ganada mediante oposición, bien sea de aquellos aspirantes a privilegiado –interinos- que, contando con los suficientes puntos de experiencia –pero sin oposición aprobada- hayan quedado en un puesto lo suficientemente alto para ocupar las vacantes, es decir, plazas que por razones que no vienen al caso no han sido ocupadas por ningún privilegiado de carrera.

Hasta ahí, ¿estamos todos? Bien.

Conviene saber que el gobierno central de España, que recae en los hombros del PP, ha impuesto una serie de brutales recortes, puesto que menos importante es la educación del futuro del país que el iPad y el piso en Madrid de sus señorías. El gobierno central, alias PP, ha sugerido una serie de medidas a las Comunidades Autónomas, de las cuáles éstas han adoptado las que han podido o querido.

Sigamos.

En Andalucía, la Junta, o sea el PSOE, ha adoptado –anunciándolo a voz en grito al tiempo que lo hacía, no sea que se nos fuera a pasar por alto- el mínimo imprescindible. No se ha aumentado la ratio de alumnos por aula –quizá porque, si se hacía, teniendo en cuenta la masificación actual, algunos alumnos tendrían que seguir la clase con el culete aposentado sobre el alféizar-, sólo se cubrirán las bajas de más de 15 días (algo que de forma oficiosa ya se hacía el año pasado), y los profesores trabajarán dos horas más, una minucia que apenas se nota entre privilegio y privilegio. Al trabajar más horas, se eliminarán algunos puestos en los centros, pero bastantes menos que si la Junta, ergo PSOE, hubiera aplicado todas las medidas del gobierno central, alias PP.

¿Cómo se explica, entonces, las noticias catastrofistas hablando de miles de interinos a la calle en Andalucía?

Pues muy fácil.

La Junta, PSOE, sacó en verano su lista. Pero, en una omisión deliberada, dañina y asquerosa, decidió no cubrir todas las vacantes disponibles, lo cuál efectivamente echaba a la calle a todos los aspirantes a privilegiado que un año antes habrían obtenido una por esas fechas, inclusive algunos con más de veinte años de servicio. Vacantes que han de ser cubiertas –y de hecho algunas lo han sido- antes o después, porque alguien tiene que dar clase a esos niños.

¿Por qué hizo eso la Junta, es decir, el PSOE? Para crear alarma social. Para que al día siguiente todos los periódicos de la comunidad pudieran hacerse eco del número de interinos que habían ido a la calle gracias a los recortes. Para provocar el pánico en las familias que sobreviven con el cada vez más mermado sueldo de un privilegiado. Para seguir jodiendo al españolito de a pie.

Hay algo que a los alumnos les encanta, y es averiguar detalles de la vida privada de su profesor. Si está casado, si tiene novio/a, si tiene hijos, su equipo de fútbol, dónde nació… Esos pequeños matices que convierten al aséptico docente en una persona más. Les maravilla ser conscientes de que no somos robots; les produce un placer muy curioso verte en chándal paseando al perro, y comprobar que tú también tienes vida más allá del instituto.

Estando en año de elecciones –y yo he tenido que tragarme dos- me ha tocado ser acribillada por mi filiación política. Es éste un dato que nadie salvo yo puede figurarse con precisión, y sin embargo no me molestó en absoluto contestar a la pregunta de a quién había votado.

– A ninguno que pudiera ganar.

Antes muerta que entregarle mi voto, mi cheque, a una de esas bestias peludas que pelean por el poder sin preocuparse por pisotear las esperanzas, ilusiones, y vidas ajenas.

Porque, a estas alturas, me juego a que ya sabéis quién es la pelota.