Privilegios

Ir por la mañana conduciendo al trabajo, mientras amanece, con casi una hora por delante y el ánimo por los suelos. Porque todos tenemos malos días en los que no saldríamos de la cama. Días en los que no servimos para nada, en los que odiamos el mundo y no sabemos exactamente qué estamos haciendo en él.
Volver más de seis horas después, misma carretera, dirección inversa, una sonrisa en la boca y ganas de comerte el mundo. Sí, todos tenemos días malos, pero no todos disfrutamos del privilegio de tener un trabajo que, a veces, te carga las pilas a tope. En los que unas buenas palabras, una buena clase o un ligero progreso de uno de tus más de cien alumnos te recuerda inesperadamente qué es lo que estás haciendo en este mundo.
Entrar en el aula de expulsados sabiendo que dentro te espera ese armario empotrado al que echaste de clase, un chaval que –para qué nos vamos a mentir- te impone un poco de respeto, por no decir miedo. Dejar la puerta abierta por si las moscas.
Y que empiece a hablar. A hablar sin parar, contándote su vida y preguntándote por la tuya. Admitiendo que le cuesta portarse bien y que se merece el castigo; que no le gusta el instituto, pero si sigue yendo es para no darle un disgusto a su madre. “No quiero que mi madre llore”, dice, “aunque yo no sirvo para estudiar. Lo que quiero es trabajar, pero no sé dónde.”
Acabar cerrando la puerta sólo para que el jaleo que se filtra de fuera no te impida seguir teniendo el privilegio de descubrir que, bajo la apariencia de ese matón de mandíbula cuadrada, se esconde un buen chaval cuyo mayor miedo es hacer llorar a su madre.
Que una compañera de tu misma asignatura te enseñe un comentario de texto hecho por sus alumnos.
Sonreír internamente porque los comentarios de texto de los tuyos –y que tú has tenido el privilegio de enseñarles a hacer- son infinitamente mejores.
Que una alumna de 3º de ESO se te acerque en tu último día en el instituto, y te conceda el privilegio de preguntarte si puede darte un abrazo.
Que, varios meses después de dar esa última clase, te encuentres la carpeta con las fotos que os sacasteis juntos, y las cartas que te escribieron. Volver a leer esas palabras y esas frases, algunas graciosas, otras simpáticas, otras cargadas de agradecimiento. Tener la certeza de que al menos dos o tres de esos chicos harán algo realmente importante con sus vidas.
Y saber claramente cuáles son tus privilegios.