De rocas y recuerdos

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Hay un año en el que todo cambia, creo yo. En el que dejas de ser un adolescente tardío – adulto joven (llámenlo como quieran) y pasas a convertirte en una persona mayor de pleno derecho, de las que ven engordar una cuenta de banco y pagan facturas. Hay un momento en el que te ves haciendo cosas que nunca pensaste que harías, vives en lugares que no habrías sabido situar en el mapa y te acostumbras a una vida que será para siempre la tuya.

Y cuando tratas de volver a esa fase anterior que has dejado, a los restos de esa etapa post-adolescente que incluyen bares que ahora no pisarías ni obligado, actitudes de las que desdeñas y amigos que quizá nunca lo fueron, descubres que ese cambio ha sido total e irrevocable. Que ni volverás a ser la misma persona, ni remotamente querrías volver a serlo.

No me gustan las playas ni me gustaba aquel sitio. Quizá por ello no llevé la cámara, limitándome a inmortalizar un plano con el móvil, en blanco y negro para mayor gloria retro, que por alguna razón subí a Flickr. Allí lo he encontrado hoy, y parece curiosa la cantidad de recuerdos que puede despertar una simple roca que sobresale en la orilla, con un espléndido sol convirtiendo el mar en una superficie plateada.

Al final me lo acabé pasando bien. Y acabó siendo un buen año. Quizá el mejor.

– Matalascañas, 17 de marzo de 2012.

Interesados escépticos: los casos de Altamira y Orce.

La Historia en general, y la Prehistoria en particular, no son disciplinas agradecidas a la hora de investigar. Cuando se trae a colación el manido debate de si esto es una ciencia o no lo es, el principal argumento en contra es que el conocimiento jamás podrá ser completamente empírico y, sobre todo, absoluto. Me explico: tú encuentras hoy un hueso de un homínido y, tras analizarlo, concluyes que es el más antiguo de Europa. Te montas tu teoría, muy bien construida: de dónde viene el bicho, por dónde entró; si es el resultado de una evolución única que se propagó desde un punto concreto o si, por el contrario, hubo diversas evoluciones separadas en distintas regiones.

Una vez tienes la tesis elaborada, encuadernada, defendida y aceptada, viene un pavo cualquiera, encuentra un hueso más antiguo que el tuyo y ale, a tomar viento tu teoría. Si ya me dijo mi madre que me especializara en Medieval. 

Pero, ¿qué pasa cuando el tipo al que le chafan el argumento no se lo toma a bien? ¿Qué pasa cuando quien debe avalar el nuevo descubrimiento es una de las personas perjudicadas por él?

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La conversación que cambió el mundo

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Pasé más de diez años de mi vida atravesando esta pequeña placita a diario, y varias veces me acordé de la santísima madre de quien decidió colocar, justo tras la emblemática estatua de Isabel y Colón, un feísimo edificio de cristales perteneciente en su día -ya no sé de quién será- al Banco Santander. Pero la verdad es que el feote edificio de cristaleras, que en la foto obviamente no aparece -no soy tan masoquista- contribuye, lo quiera o no, a aportar cierto sabor local a la calle principal de Granada: la Gran Vía de Colón.

La Gran Vía es una calle grande para una ciudad pequeña. Es un lugar que me gusta especialmente cuando llueve y el cielo está gris, no sé por qué, quizá porque le da cierto aire añejo que concuerda con los edificios de hace un siglo que flanquean la calle. La Gran Vía debe recorrerse -si se puede- con el cuello estirado para admirar los innumerables detalles que jalonan las fachadas. Y también, por qué no decirlo, para no apreciar la vergonzosa suciedad que emborrona los bajos y los callejones adyacentes.

Así es Granada y por eso tiene sentido que un mastodonte horripilante de cristal enturbie la vista al mirar al fondo por encima de la cabeza de la reina de Castilla y del señor almirante. Mientras otras ciudades exaltan sus bondades, Granada boicotea su propia belleza con una saña difícil de explicar. Sólo así se explica la roña que presentan alguno de sus barrios más emblemáticos o el insoportable pegote naranja que los granadinos hemos de tragar cuando miramos al horizonte, compartiendo espacio vital con nuestra queridísima Alhambra. Esto también es malafollá.

Y frente a la cristalera pavorosa se hallan ellos dos. Una estatua que refleja el que probablemente sea el momento más importante de la Historia de España; desde lejos parece que él se está arrodillando, pero al acercarnos comprobamos que no. Colón le está enseñando un mapa y convenciendo a la reina. Ella escucha atentamente, parece incluso a punto de decir algo. Quizá hacer una objeción. A fin de cuentas, a él le ha costado Dios y ayuda -concretamente la del confesor de la reina- que le reciban. Le va a costar aún más que le hagan caso, y no será hasta después de la toma de Granada cuando Castilla, en su eterno afán por ir ampliando sus fronteras dibujándolas con su propia sangre, se tome al fin en serio la empresa de lanzarse al océano a buscar aún no tenemos muy bien claro el qué.

Fue en Santa Fe, a tan sólo unos kilómetros de donde se levanta la estatua. Miles de granadinos y de no granadinos pasan a diario por allí. Es el punto de referencia en la ciudad, es el lugar donde todo el mundo para a hacerse fotos, con la legendaria heladería Los italianos a unos pasos y unos escalones perfectos para sentarse a descansar un rato y maldecir el calor o el frío, que en esta ciudad el clima nunca está a gusto de nadie.

Haciéndoles caso omiso y con su incómodo guardaespaldas detrás, Colón e Isabel conversan desde hace más de cien años. Es la conversación que cambió el mundo.

– Granada, 16 de julio de 2013.

 

El (improvisado) Arco del Triunfo

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Cualquier persona normal abriría un fotoblog con alguna de las mejores fotos que tenga. Yo la normalidad la dejé muy atrás hace tiempo. Esta foto, de hecho, si por mí fuera ni siquiera habría salido de la tarjeta de memoria de mi cámara.

Me explico. Yo volvía de visitar el Louvre, con los pies destrozados y hasta los mismísimos ovarios de mis acompañantes. Con más hambre que el perro de un ciego, además. Paramos por el Arco del Triunfo como última visita del día -como se aprecia en la foto está atardeciendo- y la verdad es que no tenía ganas ni de sacar la cámara de la mochila. Dejé a la gente aparcada y me fui a buscar algo de comer. Por esa zona, más abajo del lugar donde se tomó la foto, hay varias panaderías, así que hacia allá me dirigía cuando, supongo que por cargo de conciencia, me paré a sacar la cámara y tiré la foto con una desgana absoluta, sin fijarme ni en el encuadre. Me dio también igual, como veis, que el balance de blancos estuviera completamente desajustado.

Pero lo que son las cosas, resulta que la probablemente peor foto que saqué de ese viaje fue la foto que le gustó a mi madre, y por esa razón ha pervivido en mi disco duro durante años. Es de hecho una de las pocas fotos que me ha pedido ampliar, y yo aún hoy la miro y me pregunto por qué.

Es bueno empezar un nuevo proyecto preguntándose por qué.

– París, Francia, 28 de febrero de 2009.

Curiosidades sobre la batalla de las Navas de Tolosa

Hoy es 16 de julio, aniversario de la batalla que siempre se señala como el principio del fin de la Reconquista -término que utilizo con impunidad resistiéndome al machaconeo de los revisionistas porque, oigan, me da la gana, y que apenas merece unas líneas en un libro de texto cualquiera, no sea que se nos vuelvan locos los nenes, abandonen el afán multicultural multiétnico y multitodo y se nos echen al monte iPhone en mano a bloquear infieles en el Whastapp. Quita, quita.

No me voy a detener demasiado hablando de la efeméride en sí porque a) en Internet hay múltiples posts dedicados al tema y b) no tengo tiempo, pero no me resisto a hacer una pequeña entrada con algunas curiosidades que en su día me llamaron la atención.

Como dijo don Diego López de Haro: ¡aquí se viene a morir!
Como dijo don Diego López de Haro: ¡aquí se viene a morir!

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Monasterio de Cartuja

Continúo con mi objetivo de rellenar de contenido este blog cuyo propósito inicial ha sido boicoteado sin piedad por el tijeretazo pertinente, y lo hago mostrando a los 2 ó 3 lectores que debo de llevar acumulados una parte semi-desconocida de la que objetivamente debería ser reconocida como la ciudad más bonita del mundo y que, oh casualidad, es la mía.

Y es que hay gente, ya se sabe, que aunque cuando viaja a otros lugares se patea hasta el último rincón que indique el portal de viajes de turno, cámara en mano e Instagram alerta, y sin embargo, los muy catetos, ignoran alguno de los puntos de interés más bellos de su propio terruño.

Como yo, por ejemplo.

Así que después de pasar no menos de seis años de mi vida subiendo y bajando cada día de la semana -excepto los viernes, que es día de prácticas, y las prácticas en Historia… bueno– la célebre cuesta de la Cartuja, me decidí a entrar en el monasterio que da nombre a uno de los campus -y el más grande- de la UGR, que da cabida a los universitarios que se dejan llevar por su sensibilidad humanística y su vocación. Y también a los de Empresariales.

Antes de nada…

Stat Crux dum volvitur orbis

Kartuizerembleem
(La cruz es estable mientras el mundo da vueltas. Podría ser el título de la próxima canción de España en Eurovisión, pero no; es el lema de la orden de los cartujos.)

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El escalofriante caso de los niños con dos meses de vacaciones

De vez en cuando una tiene que escribir entradas como ésta. Historias escalofriantes con una alta carga de drama humano, de las que hacen surgir los lagrimones, revuelven estómagos y hasta te dejan tan pensativo que olvidas consultar el Whatsapp durante diez minutos seguidos. Historias que -siento daros este disgusto- calan hondo y no se olvidan. Haciéndote saborear el regusto amargo de la injusticia.

Así que: almas sensibles, absténganse de seguir leyendo. El que avisa no es traidor.

Tan triste relato empieza anteayer al mediodía. En casa estaba puesta la radio con el típico programa de las dos de la tarde de la SER, y afortunadamente yo ya tenía mi plato a medio terminar cuando la radiofónica voz empezó a desgranar la historia que habría estremecido a Spielberg, si Spielberg fuese oyente de la SER. Un drama que nadie debería tener derecho a emitir, así, de sopetón y sin avisar.

Que resulta que los niños tienen dos meses -y pico- de vacaciones.

Abundo en la tristeza de este asunto: los niños tienen dos meses de vacaciones y los padres no.

Madre mía.

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