Sobre la formación del profesorado

El otro día estuve viendo este fantástico documental sobre Educación realizado mediante crowdfunding -es decir, con el dinero que afloja gente desinteresada- donde varias personas dan sus opiniones, en algunos casos contrapuestas, sobre los males endémicos de la Educación en España. Me llamó la atención que uno de los primeros expertos en hablar ya menciona la mala preparación del profesorado como uno de los problemas fundamentales. Y me llamó la atención, no porque no lleve razón -la lleva- sino porque es algo que cada vez se escucha más, con más fuerza, y desde más sitios.

La temporada anterior de ese magnífico programa que es Salvados se iniciaba con un reportaje, Cuestión de educación, donde Jordi Évole se trasladaba a Finlandia a estudiar el ya tan famoso sistema finlandés. Con esa maravillosa capacidad que tiene el ser humano en general, y en español en particular, de quedarse con lo que le interesa, a todo el mundo le impactó que en Finlandia los profesores tuvieran que pasar pruebas durísimas, resultando precisamente el maestro de niveles más bajos al que más vocación y formación se le exigiera. De los restantes puntos clave mostrados por el reportaje –la baja ratio de alumnos por clase, la amplia presencia de profesores de apoyo, la enorme implicación de la familia– no se dijo mucho, pero el tema de la formación del profesorado coleó y sigue coleando. Hoy en día todo el mundo, desde el señor del banco hasta el de la pescadería, opinará que el profesor español es el peor preparado del primer mundo y parte del tercero, que deberían saber más inglés y más informática, usar más powerpoints y dejarse de lecciones magistrales y exigir la lista de los reyes godos. ¿Llevan razón? Sí. Aunque no por los motivos que ellos sospechan.

Para argumentar mi análisis me utilizaré a mí misma como sujeto ejemplo. Enumeraré mis (pocos) méritos: como base teórica tengo una licenciatura en Historia. Como base pedagógica, tengo el Máster de Secundaria especialidad Geografía e Historia. Me he presentado a las oposiciones de la Junta de Andalucía una sola vez, obteniendo una nota de algo más de ocho, suma de los dos exámenes, tiempo trabajado -cero patatero en ese momento-, nota de expediente y mil cursillos de formación comprados al peso.

Un problema de fondo

La mala formación del profesorado es un problema de auténtico fondo, que se inicia con una descoordinación total entre universidad e instituto.

Como digo, yo soy licenciada en Historia. Sin embargo, si quiero impartir mi asignatura en un instituto también deberé impartir Historia del Arte y Geografía. Como muchos sabrán, esto es así porque con el plan antiguo, el de hace tropecientos años luz, uno no estudiaba simplemente Historia sino Geografía e Historia. De ahí que al licenciado se le considerase plenamente capacitado para impartir toda el área de Ciencias Sociales de un instituto.

Sin embargo, cuando los planes cambiaron y Geografía e Historia iniciaron su cese temporal de convivencia, esta separación no tuvo su repercusión en las oposiciones y bolsas de trabajo. El licenciado en Geografía o el licenciado en Historia seguía estando obligado a estudiarse una asignatura que no era la suya, al igual que otros profesores como los de Física y Química o Biología y Geología, pero al contrario que otros como los de Lengua, Inglés o Matemáticas.

De verdad os digo, yo no me metí en la carrera de Historia para acabar estudiándome esto.

Obviamente, la Historia y la Historia del Arte son materias íntimamente relacionadas. Un licenciado en Arte ha debido estudiar obligatoriamente materias troncales de Historia, y a un historiador se le ofrecen múltiples optativas de Arte. No obstante, son asignaturas que, si bien relacionadas, difieren muchísimo en contenidos y sobre todo en metodología. En este sentido, la formación del historiador del arte es mucho más global y holística que la del historiador sin arte.

En el caso de la Geografía, la diferencia es brutal. Francamente, siempre me he preguntado por qué han de ir de la mano dos materias tan diametralmente opuestas. Si la Historia es una carrera de letras puras, la Geografía y sus métodos son materia completamente científica. Entiendo que hay cierta relación entre ellas, pero jamás para justificar que vayan aparejadas como si no supusieran dos disciplinas asombrosamente dispares. La oferta de optativas geográficas para el historiador es, además, mucho menor -al menos en mi facultad-. Así, un futuro profesor de Geografía como yo -aunque entonces aún no lo sabía- podía salir de la facultad licenciado en Historia y sin haber visto un climograma en cinco años.

Oposiciones, prácticas y transitorias

Bien. Me hallo pues recién licenciada: es el año 2009, el Granada aún juega en 2ªB, y en mi expediente de licenciada en Historia hay varias asignaturas de Arte, pero ninguna de Geografía. Como la mayoría de las personas, no tenía demasiado claro qué iba a hacer durante la carrera. Como en la mayoría de estos casos, al salir me planteé presentarme a oposiciones.

Lo primero es lo primero: ir a una academia a que te informen. Allí te dan la lista del temario, que incluye 19 temas de Geografía, unos 40 de Historia, 11 de Arte, y el resto una mezcolanza de enunciados políticos, sociales y tecnológicos que bajo el maravilloso nombre de temas transversales abarca materias como «Análisis de la Constitución Española de 1978», o el legendario «La Revolución científico-técnica en el siglo XX» tema preferido de todo opositor que se precie.

Además te explican que la oposición normalmente consta de tres partes (escrito, práctico y didáctico) pero que ¡ojo! estamos en 2009 y sigue vigente el llamado sistema transitorio, que elimina las prácticas y se creó con el simple objetivo de dar plaza a todos los interinos con muchos puntos -vulgarmente conocidos como interinos pata negra– que la Junta tenía ahí sin aprobar desde tiempos pretéritos.

Ergo, el licenciado en Historia e ignorante en todo lo demás (yo) ha de:

  1. Estudiarse un número de temas suficiente para que de cinco bolitas entre 72 te sepas alguno.
  2. Preparar la parte didáctica, que consiste en una programación y unidades didácticas de elaboración propia a exponer, la popularmente conocida como «encerrona».

La citada ignorante se preparó unos 50 temas, que incluían casi todos los de Historia -excepto el Neolítico, que le tengo manía; no eres tú, Neolítico, soy yo-, algunos de Geografía, algunos Transversales, y ninguno de Historia del Arte. No aprendí a comentar un cuadro porque no me hacía falta, ni a analizar un mapa del tiempo por la misma razón. Entre mayo y junio de 2010 realicé ambos exámenes recibiendo una felicitación personal del tribunal por mi parte didáctica. Nota final: ocho y pico. La segunda o la tercera del tribunal si no se me hubieran colado 10 interinos por tiempo de servicio por delante. Y así, ignorante en climogramas y cuadros de anunciaciones varias, me enviaron al instituto.

No es presumir, pero la didáctica me la curré bastante.
No es presumir, pero la didáctica me la curré bastante.

Inciso: no es necesario tener un título de Historia, Historia del Arte o Geografía para presentarse a las oposiciones de Geografía e Historia. Con lo que podéis sustituirme a mí por cualquier licenciado en cualquier cosa que, habiéndose estudiado cierto número de temas sin prácticas, copiando la programación de algún colega y teniendo suerte, se haya situado bien alto en las listas de interinos.

Maravilloso sistema el nuestro, que no exige que los profesores dominen la materia que imparten.

El Máster-CAP o la inutilidad hecha curso

«Espera un momento» estaréis diciendo. «Vamos a ver, tiene que haber un cursillo o algo que convierta al inútil recién licenciado COMO TÚ en un profesor capaz de bregar con bestias de diversa edad».

Lo hay, y es requisito indispensable para presentarse a las oposiciones. Antiguamente se llamaba CAP: Certificado de Aptitud Pedagógica. Era un cursillo de unos 200-300 euros conocido popularmente por su inutilidad y por sacárselo únicamente yendo a clase en un número variable (lo había intensivo) de meses.

Para cambiar esta situación, el Plan Bolonia, en su infinita sabiduría, decidió sustituir el infame cursillo por un auténtico Máster en toda regla, de duración un año, con la carga de trabajo que se supone a cualquier máster oficial.

Fantástico.

Ahora imaginad mi cara cuando el primer día de clase, en la incómoda facultad de Ciencias de la Educación, se presenta un señor pedagogo, nos mira y dice:

– La verdad es que no tengo ni idea de qué daros, me dijeron el viernes que debía ser profesor en este máster.

Vaya hombre. Entre pitos y flautas, entre inventarte un máster y emitir cartas de pago de casi 3000 euros por él, a las criaturas boloñesas se les olvidó dotarlo de contenido. ¡Uy, qué descuido! Le puede pasar a cualquiera.

La verdad es que mi experiencia con el Máster-CAP da para escribir un libro, así que dejaré caer tan sólo unas breves pinceladas sobre él:

– El señor pedagogo nos habló de la psicología del adolescente y de cómo estaba continuamente pensando en sexo (¡sorpresa! No lo habría dicho jamás), y realmente eso fue lo más útil del primer trimestre.

– Un señor sociólogo apareció con un programa absolutamente brutal e irreal de trabajo, que nos negamos a dar. No volvió a aparecer por clase, y nos enviaron a otro señor sociólogo.

– En el tercer trimestre vino un señor inspector a contarnos anécdotas de un Centro de difícil desempeño (aka institutos chungos) y eso fue lo más interesante del tercer trimestre.

– No, no recuerdo qué hice en el segundo trimestre. De verdad.

– A mitad de año nos enteramos de que nos hacía falta el B1 de un idioma. Por tanto, a partir del año 2010 todos los futuros profesores tienen que acreditar un nivel medio en un idioma.

– A modo de curiosidad graciosa, los licenciados en Filología Inglesa también tuvieron que examinarse del B1 de inglés.

Tuvimos que encerrarnos en la Facultad de Ciencias todos los alumnos del máster de todas las especialidades para pedir, entre otras cosas, dar prácticas en institutos.

Y ahora empieza lo bueno

Las prácticas (o apáñate como puedas)

Aproximadamente en primavera conseguimos al fin que -con algunas irregularidades: por ejemplo a mí me mandaron a dos institutos a la vez, así en plan ubicuo– nos asignaran las prácticas.

En un total un mes en el que tendríamos que demostrar en un instituto real con críos de verdad que estábamos capacitados para echarnos a la jungla.

Dirán ustedes: “¡sólo un mes! ¡Qué mal!”

Digo yo: no, qué mal no. Es aún peor.

Vamos a ponernos en contexto:

CASO A: Usted es el profesor de Inglés del instituto y está hasta arriba de trabajo. Le llega un alumno en prácticas. Se frota las manos. Tras una breve toma de contacto echa al alumno directamente a los leones, lo pone a dar clase solo -cosa que supuestamente está prohibida, pero…-, a corregir exámenes, a chuparse guardias como un campeón y, en definitiva, a sufrir como un profe de verdad.

CASO B: Usted es el director del instituto e imparte tres magníficas horas de Historia del Arte a la semana a 2º de Bachillerato. Le llega un alumno de prácticas. No sabes qué hacer con él, ¿lo dejo ahí en una esquina con unas flores en la cabeza para que adorne o me lo llevo a clase? Repito: tres horas a la semana. El resto, asuntos directivos en los que el mocoso recién licenciado ni pincha ni corta. Le dices que vaya durante esas tres horas para que aprenda mediante la observación pasiva, y en la última semana de prácticas le dejas dar tres clases ante una atenta audiencia de nenes ya creciditos que, obviamente con el dire delante, ni rechistan.

Y esas fueron mis prácticas. Tres horas impartidas en total, ningún trabajo corregido, ningún examen, ningún problema ni convivencia, ¡ni siquiera tuve que mandar callar a alguien! (Me habría dado un jamacuco, de todas formas. No me habían enseñado cómo se hacía.)

Obviamente, mi dire me puso un 10, terminé mi Trabajo de Fin de Máster, el Tribunal me plantó otro 10 y poco después de pagar casi 200 euros para que tramitaran mi flamante título de máster, me presenté a las oposiciones.

¡Ave César! (los que no saben qué hacen aquí te saludan)

Con esa formación, ni más ni menos, me llegó en turno en la bolsa y la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía me llamó a mí para dar clases. Ya ves la ocurrencia.

Así que allá que fui. Acongojada y sin tener ni pajolera idea de lo que debía hacer. A modo de dato, el primer compañero que se me presentó me invitó a una tila en la cafetería. Así soy yo: entereza de ánimo en todo momento.

Después me dieron el horario y me acompañaron a mi primera clase.

– ¿Y los libros? -pregunté.

– -Esto… Pues es que no sé dónde están.

– ¿Qué?

– Pero tú entra y ve diciéndoles algo. Ya te traeremos los libros luego.

– ¿Eh?

Cuando entré por primera vez en el aula me sentía como un bestiari al salir a la arena para ser despachado por los leones. Sólo que en aquel momento habría preferido una manada de leones, lo juro, a la treintena de niños de 3º de ESO que me miraban fijamente. Me faltó levantar el brazo para saludar al César, pero allí no había César ninguno que pudiera alzar el pulgar para salvarme. Estaba yo sola, yo frente al peligro para el que me llevaban (no) preparando tantos años.

Por mi mente vi desfilar todos los momentos más importantes de mi vida -mi primera caída en bicicleta, mi Primera Comunión, el día que aprobé Arqueología General…- mientras mi voz interior disertaba.

«Me están mirando, ¿les digo algo? ¿Qué les digo? ¿Con qué les entretengo? ¿Les cuento un chiste? Maldita sea, no sé contar chistes. Improvisa mujer, improvisa»

Lo mejor que puedo decir de aquel día es que, bueno, al final no me comieron.

Ensayo y error

La triste realidad es que, al final, el oficio de profesor lo aprendí mediante el método ensayo-error.

Me habían enseñado a muy poco y lo desconocía casi todo. Mis verdaderas prácticas fueron esos primeros meses durante los cuáles, en algunos momentos, llegué a pasarlo francamente mal. Casi ninguno de los conocimientos adquiridos (je) durante el máster me resultaban útiles. Por contra, ignoraba cosas absolutamente básicas. No me habían enseñado nada de gestión de grupos. No me enseñaron cómo enfrentarme a los conflictos en el aula. No me enseñaron a hacer frente a los gallitos de la clase. No me enseñaron estrategias para mejorar la convivencia, para mantener la atención del alumnado. Ahora que lo pienso, no me enseñaron nada.

Aprendí a marchas forzadas, día a día, equivocándome mil veces. Aprendí escuchando a mis compañeros y recibiendo consejos de ellos. A veces directamente les preguntaba cómo lo hacían. A veces el aprendizaje surgía de casualidad: un día se me ocurría algo, y tenía éxito. Al otro intentaba otra estrategia, y fracasaba. Lo que funcionaba para un grupo, no tenía por qué hacerlo en otro. Lo que era un rotundo éxito un lunes a media mañana, me llevaba a la desesperación un viernes a última hora. Un auténtico panorama de incertidumbre para el que nadie me había preparado.

Obviamente, con el tiempo la situación mejoró. Adquirí las habilidades -bueno, algunas- necesarias, y en mi segundo instituto tardé dos días en hacerme con el control de las clases y neutralizar a los elementos subversivos mediante el método de negociación-amenaza.

Entre medias, muchos errores que podría haber evitado, si alguien durante todo aquel interminable año de oposiciones y máster nos hubiera enseñado qué era realmente dar clase.

Y como decíamos ayer…

Concluyo: la preparación del profesorado es deficiente, pero no porque no sepamos informática, inglés o chino mandarín, sino porque nadie nos enseña verdaderamente a SER PROFESORES.

La preparación del profesorado es deficiente porque el profesor aprende sobre la marcha, ya en su centro de trabajo, después de años y mucho dinero gastados en un máster inútil y cursillos on-line que en la práctica sólo sirven para financiar a los sindicatos (abundo: en una ocasión no me dio tiempo de subir las respuestas a tiempo a la plataforma; me mandaron el título igual, estaba fechado antes de la finalización del curso).

La preparación del profesorado es deficiente porque no hay correspondencia entre lo que se estudia en la facultad y lo que se imparte en el instituto.

Y ése es para mí el principal problema.

La pasión por la asignatura que se imparte es algo fundamental. Creo que soy una buena profesora de Historia porque mi amor por la materia es indudable: en mis ratos libres leo libros, busco audios, canciones, vídeos y tengo una lista de recursos didácticos para hacer mis clases más amenas.

(Esto es para mí un vídeo didáctico.)

Creo que también podría ser una buena profesora de Historia del Arte, aunque jamás al nivel de un licenciado en esa materia. Sin embargo, y con todo el dolor de mi corazón -a pesar de que ya me he ocupado en formarme en mapas del tiempo y climogramas- creo que nunca podré conseguir que mis alumnos se interesen por la Geografía, asignatura que jamás me ha gustado y por la que soy incapaz de transmitir un mínimo de pasión.

Ahora piensen en la gran cantidad de licenciados en cualquiercosa que hay en los institutos dando clases de loquesea sencillamente porque el examen transitorio no era muy exigente, sonó la flauta y ale, para el instituto.

Y piensen, sobre todo, en el número de padres, madres, políticos o políticas a los que esto que estoy comentando les importa algo. 

He ahí el problema.

Por cierto: se me da de vicio la informática y tengo certificado un nivel alto de inglés (otra cosa es que, como diría Carlos V, sólo lo hable con los perros). Y la verdad es que jamás me aprendí la lista de los reyes godos, ni siquiera en la facultad.

PD1: Recalco que mi edición del Máster fue la primera y muy mal organizada. Desconozco de si las posteriores han dotado a los incautos alumnos de conocimientos más útiles y acordes a sus necesidades laborales. Espero y deseo que así sea, pero, no sé por qué, lo dudo.

PD2: En la actualidad el sistema transitorio ha dejado de estar vigente, con lo que las próximas oposiciones, si las hubiera o hubiese, incluirán prácticas eliminatorias, lo que hará el examen más duro pero a la vez más justo.

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